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A la mañana siguiente, cuando Adrien despertó sólo pudo concebir una idea, una idea que no dejó de darle vueltas en la cabeza y lo llevó a repetirse la misma oración hasta que su cerebro se hartó de ella: "Sólo es una amiga".

Y ahora ahí estaba, atándose los cordones de las zapatillas deportivas, increíblemente nervioso. Sin embargo, no lograba discernir la causa de sus nervios. A decir verdad, desde que estaba en la ducha había empezado a sentir que su estómago daba giros estrepitosos, se encogía y se expandía sin razón aparente. Su piel se veía ligeramente más rosada que de costumbre y no recordaba haber tenido menos ganas de bajar a desayunar en toda su vida.

—Si dejaras de temblar y me dieras mi queso estaría muy agradecido—replicó Plagg, quien no pasó por desapercibido el extraño carácter de su portador.

—Y si tú dejaras de comer únicamente esa cosa apestosa, yo también estaría muy agradecido—arremetió el rubio. Se irguió, tomó su mochila y se la cruzó en el pecho como de costumbre, acto seguido se echó una mirada en el espejo.

Su reflejo dejaba de invocar malos recuerdos, o tal vez estaba demasiado preocupado en verse bien como para pensar en las mismas cosas que la tarde del día anterior.

¿Verse bien?

—Si quieres salvar París, entonces dame mi queso apestoso—contestó el gatito con diversión y voló hasta el hombro del chico.

—¿Por qué siento que ya habíamos tenido esta conversación antes?—Se rió él y, después de otra pequeña discusión, le dio la odiada comida.

Así fue como empezó el día de Adrien Agreste, agitado desde el inicio, sin saber que más tarde, cuando la noche hubiera caído, sucedería algo que cambiaría el rumbo de las cosas como las conocía.

Se limitó a bajar a desayunar, y aunque no dejaba los nervios de lado, una parte de él le pedía a gritos llegar a la cocina, llegar para sentarse al lado de una chica de grandes y bellos ojos azules. Bajó las escaleras, más tranquilo que la tarde anterior. Se llevó una mano a la frente y se encontró con la gasa que Marinette había colocado. Incluso atribuyó su comportamiento a que, quizá, si había perdido parte de los sesos.

Apenas llegó abajo un aroma dulzón, como a rosas, le golpeó de lleno en la cara. Poco después su nariz se regocijó con el encantador olor del pan recién salido del horno. De sólo imaginarse un pedazo de pan calentito en su plato, se le hizo agua a la boca. Vaya que tenía hambre. Se encaminó a la cocina.

Imaginó toda la escena, porque imaginar era lo que más le gustaba hacer últimamente. Había empezado a soñar despierto, en todo momento. Soñaba en lo agradable que sería volver al antes, en tener a su lady entre sus brazos, en besar las mejillas de su madre como cuando pequeño. Soñaba porque extrañaba, sí, los soñadores suelen extrañar. Imaginó que empujaba la puerta frente a la que estaba parado, y, del otro lado, lo esperaba un desayuno caliente y una chica con cabello azabache. Luego se vio a sí mismo platicando con ella como hacía sólo unas cuantas horas. También la pensó revisando su herida y haciendo más chistes tontos. Hacía los mejores y más tontos de los chistes.

Pero no. Porque no todo ocurre como lo imaginas. Y nada ocurrió de ese modo, al menos no al inicio.

El chico colocó la mano, rígida, contra la puerta y empujó con cuidado, y cuando esta se abrió, el aroma de un desayuno de reyes lo llenó todo. Ni siquiera pudo evitar cerrar los ojos y aspirar hondo por la nariz. Si alguien le hubiera dicho antes que la cocina siempre olía así, no se hubiera detenido a comer ni un solo día en el comedor. Permaneció con esa pose por, tal vez, dos segundos. Y al abrir los ojos, no se encontró la escena que esperaba.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora