Capítulo 11

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Cornelio en una lucha cuerpo a cuerpo y sin cuartel logra arrebatar la vida de un mercenario. Tiempo después resbala por un desfiladero y pierde la consciencia. Los sicarios no dan con la posición del muchacho por lo que abandonan la asechanza.

El joven despierta al siguiente día, se dirige a un río cercano, se baña, bebe agua, lo vadea, y a las pocas horas caza un venado. Utilizando la madera de los árboles, construye una pequeña embarcación con la que se transporta por el agua, dejando que el cauce le señale su destino.

A las dos semanas, llega a un poblado de artesanos y campesinos, donde consigue trabajo como arador, tres comidas diarias y un cuchitril donde dormir.

Por las noches se le hace difícil conciliar el sueño, porque cuestiona cada uno de los detalles de su futuro y pasado. Tortura su mente con los hechos acontecidos en Fenabia, el modo como se dejó embriagar por la imaginación, la desaparición repentina de sus familiares, y el cuerpo de su amada perdiendo el vigor.

El desprendimiento del alma de Verdini fue la escena cruel por excelencia, esa que queda tallada en la memoria como los grabados de las cuevas, como los fósiles de los dinosaurios o las longevas pirámides de Egipto.

Cornelio escucha voces internas de arrepentimiento, de impotencia; la sangre hierve en hiel, la cordura en demencia, la paciencia es una dama que se ensueña en una fantasía nunca prevista ni por la infancia más aventurada.

Rompe el sudor por sus músculos, la frente que hiere las heridas, el cansancio que se intuye por el sendero perdido, el revoloteo del remolino que trae polvos foráneos.

· Cornelio: muro rústico, posicionas tu impetuosa inmovilidad. Las galeras se pierden en las pupilas, sus proas, sus velas y la gaviota. sueño marchito que se deshace como el aullido de un moribundo que es más cadáver que persona.

Los sicarios regresan y entregan los restos de la señorita a Ricardo. Cuerpo yerto que se acompaña de un grito materno, de la locura de un padre desesperado y un amante idílico que desprende lágrimas odiosas y grises.

Todo intento de dar con Cornelio será penado. El suplicio basta, el mundo está en duelo, los rezos del obispo no se escuchan, las campanas están estáticas, la iglesia no ofrece concilio. El sepulcro ahoga en sus paredes la urna de la infancia casta, la sabia creación del Dios que ama, y la sapiencia que brota del acto más ligero del individuo menos adusto.

Una paloma blanca vuela directo al sol perdiéndose de las miradas. La lluvia no quiere llorar, el místico cielo de Amacra no oye oraciones; nubes y vuelos melancólicos.

En los instantes en que va descendiendo el féretro, Cornelio suelta su herramienta y cae vencido sobre el suelo. Siente, palpa el color de la tierra que la cubre, de la grama que la adorna y la lápida que intenta en vano explicar la voluntad del Creador.

Cuando la última porción de tierra cubre la fosa donde yace Verdini, el silencio se guarda dentro del corazón de Cornelio, y se realza como la frase inmodificable del sentimiento de Tovar.

La hija de Federico, cocina las exquisiteces que degusta el paladar de Cornelio. El joven podría quejarse de su fortuna, pero no de los alimentos nutritivos y sabrosos de la gastronomía de Francisca.

Tovar debe cuidar los caballos; bañarlos, nutrirlos y cambiar sus cascos. Francisca observa desde lejos la labor del hombre, ver el tronco descubierto del mozo, genera una bella sensación en el corazón de la chica. Acercase al galán le es como el tibio acto de alimentación que el colibrí ejerce cuando bebe el néctar de la flor.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora