Capítulo 8

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Han pasado casi dos años desde el último encuentro entre Angélica y Cornelio. La niña de 16 años cumple la mayoría de edad, por lo que la festividad será celebrada en el palacio del conde. Al fin los hombres tendrán la dicha de observar la belleza en su estado más puro, en su punto perfecto y utópico.

Angélica se presenta a la sociedad con un vestido de seda blanca, adornada con un collar de oro y unas pulseras de plata, que juegan con los colores de sus cabellos y las tonalidades de sus ojos. Todo se realza cuando trascienden sus pasos. Hace del banquete una orgía de comida afrodisíaca, despide con sus oraciones la esencia misma de la que todos están hechos.

La obra de teatro secunda la maravillosa estela que deja en las miradas que se ahogan con su forma. La música vibra en los tímpanos, comparte las notas que la muchedumbre escucha al mismo instante que resuenan en el oído interno de la doncella. El suelo es bello, pinta el danzar de las alas transparentes, indivisibles y constantes que pasman la impresión del cognitivo.

Salen las bailarinas, orquestando la noche junto a los grillos, el río que se escucha y corre, los murciélagos que pastan sus frutas guindadas. Cae el agua desde el cielo, brinda con el vino en sus copas; el puerco que se traga, la viga escenográfica, las flores diversas, las mesas de madera, el clima templado.

Lúgubres cánticos clásicos, el coro retumba desde las cuerdas vocales a las células pilosas. El tacto se humedece, corre sudor en las personas que se vanaglorian entre los misceláneos actos.

Arrogantes opiniones destruyen la labor estética de los acompañantes. Centenares de lenguas dirigen sus frases a la hermosura perfecta de Angélica. Los jóvenes intentan acercarse a la damita, pero las oraciones se enfrían. La señorita transforma al galante en estatua, en piernas flacas que tiemblan, en idiomas que se olvidan.

El golf divierte a los adultos, a esos que por edad no tienen la osadía de profanar la religiosidad que expone la figura femenina de la dama. La chica sienta sus glúteos próximos al piano y toca el concierto número 26 de Mozart. Las bestias se hacen apreciadoras del arte, lloran los débiles, rígidos los masculinos, frecuente el éxtasis.

Brota la luz interna de Angélica, no existe mirada que la evada, todo ego muere. Los amantes ignoran las estrellas, prefieren inspirar sus amores con la influencia de la señorita.

Los masculinos no le expiden a Verdini ni el más irrelevante piropo. Las frases no fueron hechas para tal magnificencia. Inepto diccionario que muere en la hoguera, las llamas flameantes consumen sus conceptos; el idioma es un insulto para la inefable hermosura de la doncella.

Clamor, diez horas donde hasta el más vil se cree virtuoso. Las manecillas vuelan por las secuencias, el instante se paraliza, el espacio une sus disconformidades. No hay quien contradiga la santidad de la niña. Ricardo saborea la humildad por primera vez, su poder hace mella; fuero apaciguado ante la figura de Verdini.

Leandro exhibe a su hija, controlando el genio obstinado de sus enemigos, supurando sangre caliente; fulgor de venganza. Chipotea saliva en las caras ajenas de la gloria que se les muestra, a la obra de arte que ni el mismo Miguel Ángel concedería en sus más brillantes confecciones.

Cuando acaba la fiesta, los vecinos regresan absortos a sus casas, se acuestan y sueñan con la sustancia de Angélica. Una vez en su subconsciente, los pobladores muerden el suelo previo a las puertas del cielo, saborean la naturaleza divina de los ángeles, configuran sus metas, y convierten su existencia en un paraíso puro.

Leandro se quedó en la residencia de los Verdini por unos meses. Allí despolva sus libros, saca sus armas, practica puntería; hace el amor a su esposa y cabalga por toda Amacra haciendo gala de la belleza que se expone en el espíritu de su hija.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora