Capítulo 2

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         Angélica se divierte cabalgando con su corcel Atanasio, un caballo blanco y pura sangre que su padre Leandro le regaló cuando había cumplido los ocho años.

Entre sus fantasías siempre piensa en un pegaso. Dice que debe encontrarlo, montarse sobre su dorso y volar a los cielos. Su madre, contenta con la belleza que emana la dulzura de las palabras de su hija, sonríe sin decir una sola frase.

El pegaso nunca ha podido ser encontrado, aunque Angélica está completamente convencida de su existencia.

Una noche, cuando tenía un poco más de cinco años, Verdini escuchó el resoplo de un caballo a las afueras de su habitación. Esto le causó asombro, ya que por aquellos tiempos ellos no tenían ningún corcel.

La niña se asomó por el tragaluz de su recámara, y con la luz lunar en sus sienes vio un pegaso de color topacio postrado sobre el jardín. Sus alas blancas irradiaban una luz tan grácil y pura, que podría vencer hasta la más densa de las sombras.

Ella corrió con entusiasmo hasta el lugar donde se encontraba el animal, se acercó con delicadeza, y acarició al caballo con la suavidad característica de la infancia.

Éste, quedándose quieto e inmóvil, hace que la niña suelte una leve sonrisa de satisfacción. Angélica absorta por la suavidad del animal le pregunta:

· Angélica: Señor caballo ¿de dónde viene usted? Me parece muy extraño, pues nosotros no tenemos establo, y al juzgar por su apariencia, no creo que lo necesite.

Luego de esta frase, la niña rozó el ala izquierda del pegaso, sosteniéndola por pocos segundos entre sus deditos, mientras el animal parecía disfrutar el juego de caricias que Verdini le profesaba.

· Angélica: yo nunca había visto un caballo con alas, pero debo decir que usted es muy hermoso y... ¡guao, tiene los ojos platas como los míos! Es extraña nuestra similitud.

Inmediatamente después, el pegaso se apartó de la niña, lanzó un relincho al mismo tiempo que desplegaba sus grandes y hermosas alas, para luego volar hacia el horizonte oscuro que rodea la luna.

Angélica asentó su mirada en el pegaso hasta que éste se hizo una silueta difícil de vislumbrar. Caminó un poco, se recostó en la grama próxima al regato -que canta la relajación existencial de las aguas-, y durmió acompañada de la fría noche y los amplios ojos de los búhos.

Al día siguiente, Pedro, quien es el jardinero, la sostuvo entre sus brazos y la entregó a la señora Adela. La madre había despertado muy preocupada porque desconocía el paradero de su hija.

Lo primero que hizo Angélica al despertar fue preguntar por qué hay caballos voladores. Su madre le expuso que ese tipo de caballos no existe. Esta respuesta no satisfizo la curiosidad de la niña, por lo que reiteró su pregunta. La mujer tuvo que explicar que esos animales son llamados pegaso, pero sólo existen en las fantasías literarias e infantiles. Angélica frunció el ceño y extrañada enfatizó:

· Angélica: pero mamá ¿cómo que no son reales, si yo ayer hablé con uno?

· Adela: hijita seguro lo viste mientras dormías. Los sueños son especiales porque nos hacen volar a cualquier sitio y pensar que son nuestra realidad.

· Angélica: pero mamá yo no volé, él fue quien lo hizo. Además, el señor caballo se encontraba en nuestro jardín, justo allí, cerca del arroyo.

· Adela: hijita tienes una muy buena imaginación, deberías ser escritora en el futuro. Pero basta de palabrerías, se ha hecho tarde y aún no has tomado tu desayuno. Ve a comer y alístate que pronto tu profesora de piano llegará.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora