Capítulo 12

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Luego de un sueño profundo desperté sobre un suelo de mármol. Casi no puedo recordar cuál es el contenido de mi modorra, lo confundo con numerosas circunstancias que quizás sean pasadas o futuras. No podría explicar si fue una pesadilla. Lo importante es que ya estoy despierta y debo saber dónde me encuentro.

A juzgar por los pilares a mi alrededor es como si estuviese en Grecia, pero cuando volteo hacia el techo mi imaginación recrea los nueve actos del génesis: la separación de la luz y las tinieblas, la creación de los astros y las plantas, la separación de las aguas, la creación de un sujeto, de la mujer, la gesta pecadora, la expulsión de los trasgresores, el sacrificio, un diluvio y la embriaguez; todo muy parecido a un lugar que en mi onírica visité.

Una leve humareda se mantiene estática en el solar. Las paredes no existen, se observa un profundo celeste que no contiene ninguna forma. En el centro hay una posadera, donde si recuestas las rodillas ves un botijo ornamentado con serafines. Dentro del recipiente hay un líquido similar al agua, en el que se reflejan circunstancias ajenas a mi presente, actos simbólicos, proezas y hazañas éticas.

No puedo reconocer a nadie, ni recordar lo que la vasija me muestra. A decir verdad, mi memoria no va más allá del momento en que desperté. En realidad, no sé dónde estoy, ni de dónde provengo, por lo que decido levantar mis rodillas de la posadera y buscar un lugar que me sea familiar. Cuando traspaso la inmensa luz que se proyecta desde las últimas dos pilastras, entro a un campo, donde se visualizan bancos de plata rodeados por la arboleda. Cada uno de los árboles contiene diversas frutas; duraznos, fresas, moras y uvas.

Una grama masajea mis pies descalzos y una tenue brisita desacomoda ligeramente mi hermoso vestido. A los lados, numerosos pájaros vuelan, y un gran colorido desprende polvo de hadas. A lo lejos, se vislumbra un gran sembradío de flores con olores afrodisíacos y un regato trasparente como el oxígeno, que se deja llevar por un cauce lento y relajado.

Aun cuando estoy perdida, mi corazón palpita con calma. Mi rumbo no es exacto, no sé qué busco, quizás a alguien que me pueda informar acerca de las prontitudes y los motivos. El tiempo no transcurre, no me siento cansada, tampoco me agobia la soledad.

Después de unos instantes, llego a una edificación clásica, por cuyas adyacencias se puede escuchar una música linda y armónica. Sujeto las manillas de la imponente puerta de caoba y decidiéndome a entrar la abro.

Estoy encandilada, no puedo mirar nada de lo que se encuentra adentro. Momentos más tarde, se realzan frente a mí numerosas figuras humanas pero con alas. Todas son mujeres hermosas, jóvenes, puras, con destellos áuricos unicolores; pero de diversas gamas si las comparas las unas con otras. Sus ropajes hacen juego con su halo, y algunas sujetan instrumentos musicales.

Todas posan sus ojos en mí. Yo me encuentro en el centro, justo en el punto donde puedo ser vista a la perfección. No sé qué hacer, no sé si tomar una lira o cantar, por lo que decido ser prudente y quedarme de pie, presentando una postura timorata y esperando que alguna de las damas se comunique conmigo.

Mi cuerpo está relajado, mi mente clara y mis emociones tranquilas. Podría quedarme por un largo rato siendo objeto de susurros ajenos a mi oído sin siquiera desaforarme un poco. Pisar el suelo es reconfortante, y la música se parece a esos mantras que cantan en oriente y conectan el espíritu con uno mismo. Vibran ondas sonoras por todo el recinto, la esencia del arte, el espíritu divino, la belleza y la gracia.

Creo que las damas con alas están hablando un idioma desconocido. Su gramática es perfecta, ningún error fonético o confusión de significados. La comunicación es directa y concisa. Ninguna expresa inquietud, el debatir es fluido y con una meta común.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora