Capítulo 1

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     Entre matorrales y arbustos que trepan las paredes, un clima templado con una nieve que a veces cae, el sol brilla, pero las nubes constantemente lo ocultan. Es la lluvia tres días a la semana, en ocasiones inunda las calles, parece una competencia olímpica de charcos o ríos para hormigas.

Las aves cantan desnudando a los frondosos árboles, cuando el sol se asoma timorato. Lo que llamamos amanecer, se acompaña con conciertos para pájaros; el nado del río con el aleteo de los peces.

Montañoso paisaje, robustas e imponentes protuberancias de tierra, que hacen notar lo diminuto del ser humano. Bosques de hayas arropados con hojas verdes en sus copas y marrones en sus suelos. Se avista algunos troncos caídos. Gran cantidad de plantas multicolores rodean sus pasos, y un festín de rocas engalanan su presencia. Un conejo, una liebre, el oso que caza, el gato salvaje que trepa, las ardillas despavoridas, el ciervo. Los duraznos, las fresas, las uvas y las moras, hacen de su tierra un jardín afrodisíaco, y a sus habitantes personas agrícolas, hortelanos de su propia tierra.

El cielo celeste sulfura calma, ornamentado con nubes blancas y neblinas. Paraíso de hombres y mujeres, árboles, minerales, pocos caminos, comercio interno, venta de frutas, compra de carnes; importan y exportan comida. Lo relevante es la buena alimentación para poseer las energías que requiere la siembra diaria.

El riego lo provee el agua que el Creador chispea desde las alturas. Las semillas avistan vegetaciones, satisfacción, barriga llena y salud.

Apartado y silencioso pueblo de antaño, en esos tiempos donde era educado el saludo y los modales de cortejo. Todos se conocen: los Castaños, Andújar, Pérez, hasta los Verdini; familia de italianos que emigraron al poblado por la suntuosidad que se les ofrece.

Doncella amante de lo platónico, idilio de quien difícilmente pueda verla. Piernas carnosas y blancas, desprovistas de heridas. Ojos grises, con la pupila poco dilatada, a rasgo de una virgen. Voz de soprano y mejillas rosas que se acompañan con una u otra pequita. La cabellera dorada y lisa, cae por la pálida espalda. Prominentes caderas, cinturas pronunciadas, abdomen angosto, ombligo decorado por un lunar pequeño.

Mujer de tibio carácter, sudor excitante, manos delgadas y suaves; todo color se hace bello en sus uñas. Labios finos que no saben decir ni las más ingenuas trolas. Voz que suena en pocos oídos. Es introvertida, hogareña; muy amante del paisaje de su casa. Flores que mueren de envidia por la hermosura de su dueña, vergel que se recrea como el lugar más bonito de la tierra cuando ella lo acompaña.

Por las tardes come un durazno, lo muerde con miedo, como no queriendo turbar mucho la existencia. Baja el jugo por su esófago, ahora es parte de su forma. Canta mientras toca los clásicos (Mozart, Beethoven, Vivaldi), pierde su esencia en el sonar del piano. La música que vibra en su alma, es una hermosa energía que asienta la paz eterna a quien tenga la dicha de poder percibirla.

No hay nombre que la pueda definir, más que el que su madre le dio al intuirla en su vientre, cuando apenas era una semilla. Angélica, sonar de lira celestial en el oído, canto del serafín que reglamenta las ideas que hacen las obras de artes.

Angélica, fruto del amor de una esposa -descuidada por un mercante adinerado- que en pecado torció la regla católica de la castidad de un clerical, la del obispo Henríquez, hombre dotado de una buena inteligencia y una fe inquebrantable, sabio orador; férrea sapiencia.

El obispo no tuvo la entereza suficiente, cayó en la llovizna bajo los ropajes de Adela. Ese atavío púrpura arrojado en las festividades de año nuevo, entre una copa de vino y otra de champaña, acabó con el celibato del sacerdote.

Hombre que hasta entonces nunca había conocido a mujer alguna, no de esa forma, no de esas maneras. Desde niño había experimentado una voz que le dictaba todo lo que en vida debía realizar. Entre las mejores calificaciones, moral intachable, siervo del Creador. Quien sin pensarlo deja de comer para alimentar al moribundo, quien sin considerarlo abraza al enjuiciado y lo absuelve de sus fechorías. Ése que coge una cantimplora con agua y peregrina hasta el peñón más empinado, profesando las enseñanzas del Señor. Quien llega a cada pueblo deshidratado, por haber gastado hasta la última gota de agua, en los sedientos con los que se topó.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora