Capítulo 22

23 0 2
                                    

Cornelio siente la tierra sosteniendo su cuerpo, mueve con ligereza los dedos de sus manos, recoge sus piernas, moviliza su cabeza y abre los ojos.

Un sauce lo acobija, intrépidos insectos se montan por su cuerpo. Intenta levantarse pero no posee fuerzas. Voltea hacia los alrededores, percibiendo los rayos del sol filtrarse por las ramas, a la ardilla trepar por el tronco de un árbol añejo, y el sonar de aguas vehementes.

Se queda postrado, vencido por la naturaleza. Su boca está seca, no ha bebido agua por semanas, ni mucho menos ha probado un bocado. Le parece extraño cómo puede estar vivo, si ha prescindido de necesidades tan importantes.

El joven se arrastra hasta el tronco del árbol, lo sostiene con sus brazos y poco a poco se levanta. Después de varias caídas logra mantenerse en pie con dificultad. Mira el entorno y se lanza por los caminos.

Recorre el misterioso bosque sin entrever ninguna salida. Escucha el estruendo del agua. El río puede guiarlo hacia poblaciones cercanas y proporcionarle comida. Improvisa una caña de pescar, bebe con la premura del sediento, atrapa una trucha, la cocina en una fogata y la come. Es como el dulce manjar de un bufet hispano, el sabor de la carne se disuelve en su lengua; el alivio renace desde un tumulto agobiante.

Cornelio camina por la orilla del río, observa el hermoso paisaje, montañas plegadas, rocas ígneas, vegetales vasculares endémicos; la manzanilla real, el narciso, la zarzaparrilla y los enebros.

Una comadreja agitada, la paloma zurita en sus cielos, la víbora hocicuda con sus claros oscuros. La iluminación y sombras de los contornos, la tierra seca y la mojada. El sonido de las alas del ave y el de las patas del mamífero.

El horizonte limítrofe, los pasos marcados, los seres vivos, la vista de arriba, la de abajo. Parece no haber cansancio, aún cuando el recorrido es distante.

El cielo no es celeste, sí grisáceo, parece un océano en el cielo. Las nubes tupidas, blancas y con rastros grises, tenues y gráciles.

Los pasos de Cornelio, las piernas que se esfuerzan, el oído contemplando el canto del pájaro y la lengua inundada de saliva.

Consigue una civilización con casas de viga, un molino activo, un aprisco y varias siembras. Se acerca con la curiosidad del niño, recorriendo despacio cada uno de los lugares que constituyen el poblado, pero no da con nadie.

Un rotundo silencio emerge del oído. Nada se escucha, ni el más leve movimiento. Cornelio abre las puertas de las casas, da con algunos alimentos, los come, descansa en una cama desarreglada y después retoma su camino.

Ya la villa está a kilómetros de distancias, como una posada que aloja a forajidos, pero sin las disputas, los cantos o celebraciones. Es una localidad fantasma, donde ni el sonar vive.

La noche cae con sus penumbras, celebra su victoria sobre la luz, con cantos de grillos, destellos de luciérnagas, un lobo que aúlla, y pajarracos que descansan. Cornelio duerme sobre el musgo, improvisando con hojas su techo y con ramas su pira.

Despierta y continúa sus pasos al lado del reguero. Tiene la convicción de que pronto hallará lo que busca, un pueblo que le ofrezca trabajo para obtener dinero y regresar a casa.

El joven siente un ruido, unos ojos que lo vigilan, un cuerpo que se escabulle entre las plantas. Cornelio lo persigue.

Vislumbra la persona que huye. Su respiración se agita, las piernas se esfuerzan, el cabello castaño tapa levemente sus ojos verdosos. Corre como el antílope, como una fiera agitada o el salvaje dueño del seto.

De un brinco cae sobre el pecho del escurridizo. Al enfocar su cara, grita, lo suelta, da un paso hacia atrás, y agachada entrelaza sus dedos en su cuero cabelludo.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora