Capítulo 17

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Desde que proyectó su energía, Angélica ha conseguido la calma. Convierte las pelusas en una maraña artística y abstracta, copiando algunas de las formas inusuales que el enorme paraje de los ángeles distingue.

Se sienta en un árbol de caoba y cierra sus ojos, contempla la meditación de su yo interno, vierte en su inherencia el azul del cielo y la fortaleza de la roca. Deslumbra los rayos del sol en su mudez, y la pasividad del reguero.

Con sus dedos acaricia varios pétalos, convierte la textura de la flor en su único tacto. Respira profundo y oye el sonar del oxígeno que traspasa su nariz y se disuelve en los pulmones.

Acaricia sus pies con la grama, los frota lentamente hacia adelante y atrás, confundiendo el verdor de las plantas con la palidez de sus piernas. Sostiene la rugosidad del tronco, desabrocha su vestimenta y se rinde a la energía universal.

Regresa con su imaginación a Amacra. Cabalga con Atanasio en la fría mañana, recoge los rayos de luz que se filtran en las ramas de los árboles. Huele el aroma del pasto mojado y toca la suavidad de la lana. Muerde un durazno, escucha la voz de su madre, observa el trabajo del jardinero y el andar de las criadas.

Recrea con exquisitez cada detalle, ondulación, imperfección o desacomodo de los objetos. Cuenta y nombra las flores del brezal, se detiene en el campo de las lavandas y supura el aura púrpura.

Recorre el pueblo, ve a los agricultores, a los criadores de ovejas, a los animales, árboles, al obispo y al conde. No encuentra a Valeria. Alarga su intuición hasta tierras lejanas, traspasa todo tiempo y espacio. Da con el paradero de la sibarita, que desnuda se baña en un río de aguas frías y calmas.

Elisa la acompaña, la esotérica mujer que había guiado a la asesina hasta la cama donde dormía Verdini. Sus dones son fabulosos, siente la presencia metafísica de la señorita rondar los entornos. Grita a Valeria, dice que Angélica se encuentra en las proximidades. La malhechora despide una risa nerviosa, mientras la vidente supura temor. Elisa no mantiene el paso, busca la primera ofuscación y se pierde. Valeria está sola, con los ojos de Angélica puestos sobre ella.

El trémulo paisaje sirve de paramento a las eclosiones de Valeria. Apresura el paso y se pierde en un sembradío de vid. Angélica se desconecta de la circunstancia, abre sus párpados y regresa.

Muchas veces se pregunta el porqué de esta habilidad, cómo puede transmutarse a diversos lugares con su pensamiento. So pena de arrepentimiento, Angélica no vuelve a intentar dar con la posición de su antigua criada. El perdón le es como una fuente de aguas cristalinas, aún cuando ella es quien le arrebató la vida, no le guarda ningún rencor.

La señorita no puede tomar el pegaso para visitar a Tovar, no logra traerlo a su recámara con el piano, ni tampoco con su imaginación. Sin embargo, puede proyectar su luz invisible como el brillo de la osa menor el resplandor que acobija el alfeizar. Está allí, arriba de él, pendiente de su vida, acompañándolo, pero sin estar en su proximidad.

Aunque le puede proyectar su energía, ella es como el faro que ilumina al navío, su luz llega a sus leguas, pero su estancia está alejada del marinero. Ese navegante está protegido por una sirena y cortejado por una mujer incorruptiblemente enamorada. La marea lo encamina hacia una senda distinta, hacia un puerto donde el farol, por su modo estático, no reluce.

Angélica abre sus párpados, deja que un destello de luz brille en sus pupilas, uno que se pierde al instante. Su rostro hermético y sereno convida las tareas que toma con resignación. Se jacta de presteza.

Entabla conversación con los diversos personajes de su día a día. Con cupidos, arcángeles y ángeles; con los pegasos, las hadas y la bella flor. Traza las costuras de un vestido celeste como el cielo y resaltante como la luz. Su piel irradia iluminación, sus pies descalzos, sus cabellos adornados con una rosa, y una muñequera de plata que guinda figuras divinas.

Fernanda ve algo diferente. Angélica vive al son de la naturaleza, es como el matojo que mueve la brisa, ese que no le importa su tamaño, forma o belleza; el que acepta todo lo que trae el hado y renuncia al control.

Una leve sonrisa se dibuja en la cara de Fernanda, las alas de Angélica nacerán. Quizás en el próximo sirimiri o en el instante en que las ideas se hagan eludibles. Ya no habrá una humana entre ángeles, sino un ángel más.

Angélica renace de las mazmorras internas, en el momento que aprehende un arcoíris de tonalidades púrpuras, platas y doradas. El picor en sus omóplatos comienza, nacen las alas níveas.

Un ágape se convida entre sus allegados. En un enorme mesón comen hojas de eucalipto, alimento que ingieren los ángeles para ser percibidos por los olfatos humanos cuando se asientan en el vacío.

· Fernanda: las alas aún son infantes, no podrá volar. El momento se aproxima. Algún día germinará el imberbe que protegerá. Estoy feliz, más de lo que siempre estamos.

· Todos: ¡¡¡Viva angélica, viva, viva!!!!

Angélica prescindió del discurso, bajó su rostro, se levantó con levedad de la silla y se alejó del grupo. Sabe que debe esperar. El origen de sus alas es un paso, pero su crecimiento es otro. Debe mantener la actitud de entrega y se elevarán. Después aprenderá a volar y a defenderse de los demonios; la presencia angelical los atosiga hasta niveles de espanto insoportable, por lo que vencer a los espectros no es de gran dificultad.

Su amor es universal, podrá regresar a la tierra, herir a las bestias, soportar los sollozos de la sociedad y velar por la protección de su amado. 

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora