Capítulo 24

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Las sombras cubren a Cornelio, tumulto de congoja que se fragmenta y cierra los ojos del hombre. Una idea que se guarda en cada estela espiritual que se le libera; Angélica. Ese físico que se pudre, ya no es digno de recoger la consciencia bella. La imagen se pierde con el alma del moribundo hacia nuevos parajes, urbes eternas y reino de los muertos.

El cadáver de Cornelio, yace a escasos metros del trotamundos que grita entre penas, y Federico que corre aprisa hacia la tierra que soporta el peso del cuerpo inerte. El viejo lleva sus manos hacia la cabeza, quita su sombrero, lo coloca sobre su pecho, y con lágrimas en sus pómulos, se despide del joven.

Lo entierran bajo las sombras del árbol, el galope de la brisa y un panal. Federico no quiere conmocionar a Francisca, por lo que súbitamente decide cavar la tumba lejos de su hija. Al cabo de unos días, vuelve a casa, y encuentra a Francisca desecha, con la piel carente de aura, la pupila reducida y la complexión algo más delgada de lo normal.

La joven no hablará más, todo rastro de lenguaje se le esfuma. Reina la mudez en la fémina. Labios que se separan para comer y beber los pocos sorbos que permite el ánimo. Sentido maltrecho que guarda pleitesía a la memoria de su amor.

Su silencio es la exposición emocional de Cornelio, sentimiento que ha cambiado como parásito de Tovar a Francisca. Un parásito que encuentra un residente que lo llevará consigo hasta la más arrugada vejez. Senectud acompañada por unos trapos que tejer, una mecedora que rechina y una postrimería.

Un remolino conduce a Cornelio a un paisaje distinto. Observa a errantes con penas o sonrisas en los rostros. El sol brilla como en el planeta, la luna le sigue, la pasta se come, el mar encalla en las rocas. Todo es sinónimo de vida desprovista de físico. Muerte, acto de desprendimiento del ser; trascendencia.

El joven se despoja de las malas energías, limpia su aura con agua marina, se seca con las hojas de una planta, y mira hacia los lados buscando su rumbo. Se encamina por un sendero de flores rosadas y florecientes, con alguna que otra mariposa que atavía con su vuelo, y gotas de agua que caen tímidas desde la arboleda.

Una música casi imperceptible emerge del arrabal. Aromas a perfume se confunden en el olfato. El clima es templado, con una neblina que levanta y tapa la luz del sol.

Toma un batel y rema. Sus abdominales se ejercitan, los brazos mueven con su esfuerzo la embarcación. Una bella dama canta una nueva melodía. Aunque Cornelio no la ha visto, sabe de su hermosura por lo dulce de su voz. Quizás sea de contextura delicada, manos suaves y ojos grises. Podría poseer cabellos rojizos y múltiples pecas en los hombros y mejillas.

Cornelio juega con la fantasía como si la esencia en sí misma no fuese suficiente, como si estuviese muy vacía, o su expresión no es conforme a la complacencia de las emociones amenas.

De pronto, un número impar de conejos salen del agua, acariciando con sus orejas las piernas de Tovar. El muchacho les devuelve el mimo hasta llegar al muelle. Sujeta la soga, ordena los remos, pasa primero una extremidad, luego la siguiente y pisa una nueva tierra.

Cornelio está consciente de su defunción y desapropiación material, por lo que se pregunta ¿en qué parte del país de los muertos se encuentra y cómo podría llegar al reino de los ángeles?

Vislumbra unas escalinatas en el horizonte, corre a ellas, sube y no encuentra más que viento, nubes y aves. Desciende y sólo da con vetas, tierra y cenotes. Al parecer se trata de un camino sin destino, por lo que sale de las escaleras y continúa su andar.

Le es preciso encontrar a Angélica, raptarla y disfrutar junto a ella la eternidad. La esperanza se fortifica, la alegría se alborota, la lluvia cae, el sol encandila. Es una nueva vida pero sin el martirio de la futura muerte.

AngélicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora