c i n c o

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—¡¿Cómo se te ocurre hacer eso?! —gritó mi madre exasperada y con cara de neurótica.

Creía que iba a matarme.

Ganas no le faltaban.

Cualquiera que entrara en la cocina en ese momento creería que sí que iba a matarme de verdad.

—¡No es para tanto! Sólo ha sido un dibujito. —me quejé.

La misma historia todo el tiempo.

Era la tercera vez que me reñía por lo mismo.

Superalo, chica.

—¡¿Un dibujito?! ¡Espero que no estés hablando en serio! —chilló. Dejó el cuchillo con el que estaba cortando una zanahoria y se limpió las manos en el delantal de cocina que llevaba. Respiró e inspiró varias veces y me miró más calmada. —Vete al salón. En dos minutos voy para allá para hablar sobre tu comportamiento.

—Sí, no vaya a ser que hagas lo que estás pensando y te quedes sin hija. —murmuré saliendo de la cocina.

Me dirigí al salón, donde estaba Seokjin organizando unos papeles.

—¿Mucho trabajo? —pregunté. Me dejé caer a su lado en el sofá.

Me quedé admirándolo mientas hablaba.

Era el hombre más guapo del mundo, no había dudas de ello. Imposible que otro ser humano superase su belleza. Ni siquiera los dioses griegos que tan bien describían en la mitología estaban al nivel de la belleza se Kim Seokjin.

—En realidad no es trabajo. —explicó. Dejó lo que hacía y me miró sonriendo. Pero había algo raro. Su sonrisa solo estaba en sus labios, no sonreía de verdad ni con felicidad. —Son cosas para la boda. Por cierto, ¿por qué está tan enfadada mamá?

—Digamos que he hecho un maravilloso y precioso mural en la pared de mi habitación y la loca de tu madre se ha enfadado. —dije, a la defensiva.

—¿Por qué has hecho eso? —su mirada cambió y se volvió más dura.

Hermano mayor en acción.

—Porque es arte. Y es mi habitación. Y hago lo que me da la gana en ella. —me levanté del sofá indignada. —Me maquillo, me visto, me pinto las uñas, me masturbo, estudio, pinto las paredes. Hago lo que yo quiera, joder. —solté. Seokjin me agarró la muñeca y tiró de ella suavemente para que me volviera a sentar a su lado.

Se me quedó mirando.

Su mirada era seria pero no tanto como para tener que ir de puntillas en la conversación.

—¿No puedes hacer arte en otro sitio? Por ejemplo uno en el que no te vayas a meter en líos con mamá. —habló, obviado todo lo demás que dije.

—En mi habitación del Centro de Los Ángeles podía hacer lo que yo quería. La decoraba yo. Y la tenía siempre preciosa, llena de dibujitos que hacía en las paredes.

—¿En serio te dejaban hacer eso?—preguntó sorprendido.

—Oye, que era una clínica de salud mental, no una cárcel. Hasta en la cárcel dejan a los presos poner fotos. —le di un golpe juguetón en el hombro. —Uno de los enfermeros era muy enrollado y nos dejaba hacer lo que nos diera la gana con nuestra habitación. —me encogí de hombros. —Nos venía muy bien a todos. Las horas en las que dibujábamos en las paredes estábamos muy relajados y felices.

En realidad me gustaría volver allí. Estaba muchísimo más feliz allí que aquí con los gritos de mi madre persiguiéndome por todas partes y reprochándome todo lo que hacía.

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