Volver a casa

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Volver a Argentina me producía una sensación agridulce.

Hace una semana terminaron las clases y pensaba disfrutar las vacaciones que tenía merecidas antes de empezar la universidad. Estaba analizando si volver a casa, pero no estaba segura de poder enfrentarme ciertas cosas que habían quedado truncadas cuando me fuí. No tuve demasiado tiempo para aclarar mi mente porque sucedió algo que lo cambió todo e hizo que me suba a un avión de regreso sin más consideraciones.

Hace casi dos años me fui de mi país natal para estudiar en un colegio de Nueva Jersey, aunque la idea nunca fue irme por tanto tiempo. Me había metido en un programa de intercambio que trajo a Jess por un año a quedarse en mi casa y estudiar en mi colegio; cuando su tiempo en Buenos Aires finalizó, cambiamos roles y fue mi turno ir a su casa y su colegio con ella.

Jess y sus padres, Brad y Kate, se habían convertido en una nueva familia para mí. Después de completar mi año allá, no me sentía lista para volver y ellos con gusto me siguieron acogiendo en su casa. ¿Mis padres? Al principio les costó pero finalmente me apoyaron. Ellos siempre me daban la libertad de decidir por mi misma y, siempre y cuando tenga argumentos válidos, confiaban en mis decisiones.

La escuela a la que asistíamos con Jess no tuvo problema en admitirme nuevamente porque mis calificaciones eran buenas. Quizás muchos piensen que soy nerd por eso, pero no es tan así. En realidad soy exigente y mis padres también. Una de las pocas condiciones que me pusieron para que me quede fue que me vaya bien en mis estudios.

Como les contaba antes, todo cambió de un momento al otro.

Finalmente había aterrizado en el aeropuerto de Ezeiza después de más veinticuatro horas entre vuelos y escalas. Quisiera decir que me hacía feliz ver a mamá y papá esperándome, pero mis sentimientos eran contradictorios. Sí, los había extrañado y siempre era maravilloso tenerlos cerca. Sin embargo, el motivo de que yo esté otra vez en Buenos Aires nos partía el corazón a los tres. No fue un reencuentro alegre como las veces que me fueron a visitar. Los abrazos no eran efusivos ni había risas, sino angustia, miradas tristes y consuelo.

Cuando llegué a casa dejé las valijas y, a pesar de ser las cinco de la tarde, comí la tarta de mamá. Eso sí me hizo feliz aunque sea por un rato, extrañaba mucho su comida. Después de bañarme y vestirme con las cosas que más a mano tenía en mi equipaje, salí y caminé por ese barrio que había sido mi hogar años atrás. ¿Seguía siéndolo? Esa pregunta ocupó mis pensamientos en mi corto trayecto de tres cuadras. Hacía frío porque era pleno invierno y la gente en la calle me miraba porque estaba ligeramente bronceada debido a que había disfrutado de los primeros calores del verano en el hemisferio norte.

Cuando llegué a mi destino toqué el timbre cuatro veces, impaciente. La puerta se abrió y lo vi a Gustavo mirarme sorprendido. No dije nada, simplemente lo abracé. La tristeza en sus ojos me daba pena. Yo también la iba a extrañar mucho, pero decidí que no me podía permitir verme triste porque yo iba a ser el sostén de las tres personas que quedaron en esa casa.

Nada de lo que yo diga o haga va a hacer que ella vuelva pero lo siento mucho. Le dije una vez que entramos y nos sentamos en uno de los sillones del living. La casa estaba demasiado silenciosa, la ausencia de Carla se notaba. Me tomó la mano y me dio un apretón. ¿Por qué no salis a tomar aire un rato?

Pero... Los chicos... Dudó.

Yo me quedo. Le sonreí tratando de animarlo.— Vos también necesitás tu espacio.

¿Cuándo llegaste?

—Hace un ratito, quiero estar con ustedes. —Volvió a apretarme la mano en agradecimiento. ¿Cómo están los chicos?

El poder de un besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora