Con altura

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—¿Qué haces acá? —Me preguntó Malena, sorprendida, en cuanto me abrió la puerta de su casa apenas pasadas las nueve y media de la mañana.

—Buen día, Lele. ¿Cómo dormiste? ¿Bien? Me alegro, yo también. —Dije irónico. Soltó una risita y se movió para dejarme entrar. Una vez que cerró la puerta, la besé.— ¿Ya desayunaste?

—Nop, me acabo de despertar y casi lo primero que veo es tu cara.

—¡Ey! —Protesté.— Querrás decir que tenés el honor de ver mi belleza tan temprano.

—Deberías estar en clases vos, es miércoles. —Me acusó divertida mientras íbamos a la cocina.

—Y vos deberías estar más vestida, no da que le abras la puerta a cualquiera así.

La señalé de arriba a abajo y sonrió mirándose antes de encogerse de hombros. Tenía puesta una remera que era como tres talles más grande y la parte de abajo de su ropa interior.

—Posta, ¿por qué faltaste?

—No niego ni afirmo haber alegado un muy fuerte dolor de cabeza esta mañana. —Dije fingiendo inocencia.

—¿Le mentiste a tu viejo? —Rió.— Sos lo peor, te vas a quedar libre, boludo.

—Dale, Lele, ¡no seas ortiva!

Aproveché que estaba de espaldas a mí para abrazarla por la cintura, pegando nuestros cuerpos. Al sentir que me acercaba a su cuello Malena ladeó la cabeza, dejándolo expuesto apropósito. Sonreí y dejé pequeños besitos tiernos en esa zona. De un momento a otro se alejó de mí.

—Yo sé cómo termina toda esta situación y la verdad es que antes que nada necesito comer.

Ella se encargó de preparar las dos chocolatadas y yo de tostar el pan y luego untar algunas rebanadas con queso crema y otras con manteca y dulce de leche.

Ya habían pasado casi dos semanas del accidente y la rubia se había acostumbrado a tener el yeso en su brazo izquierdo. Las chicas se encargaron de pintarlo y decorarlo, incluso mi hermanita había hecho un pequeño dibujo en esa superficie blanca. Yo creo que eso hizo que se amigue un poco con la idea de tener que usarlo por un mes. Su mano hábil por suerte estaba intacta y ella se las arreglaba para hacer casi todo solamente usando esa. Al principio le costó bastante aceptar que necesitaba ayuda para ciertas cosas. Pasó un par de días de muy mal humor y ahí estuvimos todos haciéndole el aguante y soportando sus malos tratos.

Una vez que terminamos de desayunar, me ocupé de lavar todo lo que habíamos ensuciado.

—Gorda, ¿qué decís si... —La llamé y me fulminó con la mirada, callándome.

—Me llegas a llamar así de nuevo y te juro que te las corto, Tomás. —Me advirtió, haciendo que tenga que reprimir una risa. Quiso enfatizar su amenaza cruzando sus brazos sobre su pecho.

—Era con amor.

—No me importa, no me gusta. —Sentenció yéndose de la cocina.

La seguí por las escaleras hasta su cuarto y volví a abrazarla por atrás. Como mis manos quedaron a la altura de su abdomen, le acaricié aquella zona a la vez que le dejaba besos repetidamente formando un sendero desde su mejilla derecha hacia ese mismo lado de su cuello para que afloje.

—¿Te imaginas cuando te acaricie de esta misma forma pero porque en este lugar esté creciendo nuestro hijo? —Pregunté dejando mis manos quietas sobre su vientre.

Levantó la mirada y la posó en el espejo que teníamos enfrente. Yo no me moví ni un milímetro y nuestros ojos se encontraron a través del reflejo. Nos quedamos en silencio por unos segundos en esa misma posición.

El poder de un besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora