Hermes estaba sorprendido.
Atlas había aceptado tan rápido las palabras de Zoe que no entendía cómo habían podido catalogar al gigante de arisco y solitario. No, en realidad sí lo sabía. El gigante era exactamente eso, la diferencia era Zoe. Por alguna razón esa humana había hecho entender al gigante que ella necesitaba su ayuda, y lo que es mejor, que él estaba dispuesto a ofrecérsela. Y así había sido. Atlas había aceptado a Zoe, y ahora la estaba guiando para presentarle a las Hespérides, sus tres hijas. Las ninfas que custodiaban el árbol de las manzanas de oro y que la ayudarían a parecerse todo lo posible a Hera. De ese modo podría presentarse delante de otros Dioses sin meter la pata.
Aunque delante del gigante Zoe parecía segura de sí misma, en cuanto él se giró para guiarla por el jardín de las Hespérides volvió a acobardarse. No sabía qué pensar de esa humana. ¿Era valiente o cobarde? ¿Atrevida o simplemente estaba como un cencerro? Ella pensaba lo segundo, claro. Y Hermes sabía perfectamente que no estaba loca. En realidad, era la humana que tenía la cabeza mejor amueblada de todos los seres mortales que había tenido el placer de conocer. De hecho, algunos Dioses parecían más desequilibrados que ella.
Mientras seguían al gigante, Zoe caminó a su lado y su rostro volvió a adquirir esa expresión de cautela. Miraba a todas partes y parecía nerviosa. Hermes sabía perfectamente lo que pasaba por su cabeza. A pesar del trato, seguía albergando dudas en su interior. Por suerte, esas dudas no se habían reflejado en su rostro cuando Atlas alzó los ojos hacia ella. Eso lo tranquilizó exponencialmente. Si bien era cierto que no parecía haber cedido ante la idea de estar realmente en ese lugar y ser quien le había asegurado que era, estaba dispuesta a cumplir con su parte del trato. Más de lo que esperaba que hiciese.
Todavía faltaba mucho para que Zoe pudiera parecerse en algo, a parte del aspecto, a su Diosa. Eran tan distintas que no entendía cómo Hera la había elegido para llevar a cabo una tarea tan delicada. Por desgracia para él y para la joven, no tenía alternativa. Sí ella no interpretaba su papel a la perfección, si los demás Dioses del Olimpo descubrían que la verdadera Diosa Hera había muerto... No quería ni imaginar la magnitud de las consecuencias.
Siempre había estado al servicio de Hera y Zeus. Aunque no muchos lo sabían, con los siglos Hermes terminó por ser fiel a una única Diosa. Para Hera, él no era solo el Dios mensajero, había sido su amigo, su confidente, su aliado. Y para él, ella había sido todo cuanto apreciaba y quería. La echaba de menos. Nunca habían pasado tanto tiempo separados y estaba claro que Zoe no albergaba sus recuerdos. Su divinidad, la que Hera le había otorgado, había sido contaminada por una crianza y un alma humanas. Zoe era una mortal, y eso jamás cambiaria. Había conocido a suficientes humanos en su vida como para saber que sus almas no morían nunca.
—Ya hemos llegado —dijo Atlas deteniéndose delante de un manantial cubierto por la espesura de una nube.
Hermes observó la blanquecina niebla con curiosidad. En realidad, la Diosa nunca le había dejado ver a las guardianas de su árbol de las manzanas de oro, decía que ese árbol era sagrado y que ningún otro Dios podía verlo. Solo las tres ninfas lo habían visto, y aun así no se había fiado de ellas y había puesto a Ladón, un dragón de cien cabezas, para custodiar su preciado tesoro. Él jamás había visto a las tres ninfas, pero se decía que eran las más hermosas criaturas existentes. De todos modos, Hermes sabía que ninguna ninfa podía llegar a compararse nunca con la belleza de una Diosa, mucho menos de la de Hera.
—¿Dónde estamos? —preguntó Zoe.
Atlas se dio la vuelta y se inclinó hacia ella con todo el respeto que le habría profesado a Hera.
—Mi Diosa. Le juré fidelidad hace mucho tiempo, y aunque muchos piensen que me forzasteis a sostener el mundo con mi espalda, debo decir que lo único a lo que me obligasteis fue a no volver a ser nunca más un esclavo. Tiene mucho que aprender, y por todo lo que ha hecho por mí estoy dispuesto a ayudarla.
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Hera
Romance¿Qué pasaría si el mundo dependiera de tu capacidad por hacerte pasar por otra persona? ¿Y si además, quien debes fingir ser es ni más ni menos que una Diosa Griega?