Capítulo XVI

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Mar Egeo

—¿Y qué obtendremos nosotras a cambio? —la insolente pregunta hizo que Afrodita frunciera el ceño.

Cuando había aceptado el trato de Ares, nadie la había advertido que tendría que encargarse del trabajo sucio. No obstante, si quería que todo saliera bien, tenía que hacerlo. Había ido al mundo humano y se había dirigido a una playa bañada por el mar Egeo. Según decían, allí vivían infinidad de sirenas recluidas en cuevas o pequeñas islas inhabitadas. Cuando un marinero se perdía en la mar, solían encontrarse con una dulce voz que acompañaba una hermosa mujer. Tras caer en el hechizo que ellas mismas creaban, morían devorados. Cruel.

—¿Qué os parecería disfrutar de todos los hombres que os apetezca en lugar de esperar meses a que uno se pierda en mitad del océano? —sugirió después de considerar si debía matarlas por su osadía o hacer un trato—. Os concederé piernas humanas todo el tiempo que queráis para que podáis pasear por tierra, y así ir en busca de la presa en lugar de que la presa venga a vosotras. No será necesario que esperéis las noches sin luna para poder salir del agua.

Las sirenas, en total tres, se miraron entre sí para pensar en lo que la diosa les ofrecía. Afrodita había aparecido en la isla gritando para que se mostraran ante ella. Aunque no tenían nada en contra de los dioses, las sirenas no toleraban demasiado a esa en particular. Al tratarse de la diosa de la belleza y el amor solía tener un temple vanidoso y muy inflexible. En algunas ocasiones había matado a alguna que otra sirena por poseer una belleza superior a la suya.

—Solo tenemos una pregunta —dijo la más joven.

Afrodita, cansada de ser benevolente y paciente, dejó escapar un suspiro pesado antes de clavar una mirada fría y llena de ira hacia la sirena de cabellos tan oscuros como la noche. A pesar de eso, la complació comprobar que las demás se sumergían un poco en el agua, temerosas de lo que ella pudiera hacer.

—Rápido. No tengo todo el día, tengo mucho que hacer. —La sirena se elevó unos centímetros por encima del nivel del agua, para poder sentarse cómodamente en una roca y mirar a la diosa al rostro.

—¿Por qué cree Ares que ahora tendrá más éxito en destronar a Zeus? Lleva millones de años intentando sabotearlo y no ha surtido efecto. Nos pides que creemos una catástrofe para que abandone el Olimpo, cuando no tenéis la seguridad de que la tierra le importe tanto como para tomarse la molestia.

Afrodita la miró por unos segundos. Cuando la sirena empezó a relajarse, Afrodita se movió tan deprisa que no tuvo tiempo de huir. Cogiéndola del cuello, la elevó hacia arriba hasta que estuvo justo en frente, manteniéndola a su altura. Cuando Afrodita indagó en los ojos oscuros de la sirena esperó ver temor, pero la criatura mestiza se recuperó rápidamente de la sorpresa y la observó con desafío.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con cierta curiosidad.

—Pisínoe —Afrodita enarcó una ceja.

—Tú no eres Parténope —dijo seriamente—. ¡Conozco a mis creaciones, sirena!

Afrodita empezaba a pensar que esa sirena no estaba en sus cabales. Había dicho que se llamaba Pisínoe, que también era llamada Parténope. Ella había sido humana y la convirtió en una arpía, no en una sirena. Y aunque compartían cierta igualdad, la mujer que había transformado tenía los ojos azules, no tan oscuros, y su piel era tan blanca como la porcelana, no de ese color canela.

—Parténope era mi madre...

Afrodita reflexionó durante unos instantes, luego esbozó una sonrisa torcida y sus ojos adquirieron un tono blanco traslúcido. La piel canela de la joven fue extendiéndose por su mitad de pez, formándole unas hermosas y largas piernas. Dado que no llevaba nada encima, la mujer quedó desnuda delante de la diosa. Cuando la soltó, cayó al suelo de rodillas.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora