El Olimpo distaba mucho de ser como todos recordaban. Las nubes se habían oscurecido, ahora eran tan negras que en el mundo humano parecería de noche. La guerra había empezado, y con ello también la destrucción del templo. Estos fueron saqueados y destrozados a medida que los usaban como campo de batalla. En las calles, hijas de Medusa, esclavos y centauros luchaban entre sí por el dios al que servían.
Zeus había hecho aparecer rayos enormes de sus manos y, usándolos como espadas, combatía contra varios dioses a la vez. Dichas armas, a diferencia de unas normales, emitían pequeñas explosiones, de las cuales escapaban relámpagos que destrozaban columnas y muros de mármol con rapidez. Atenea había logrado derrotar a muchos de sus esclavos, y también algunos centauros que se habían cruzado en su camino. No obstante, Zeus se percató de que la verdadera intención de todos los dioses residía en atacarle a él. Lo que complicaba mucho más la tarea de recuperar el control y detener la guerra.
No le quedaba mucho tiempo. Lo que le había entregado a Hermes llegaría a manos de Kayros pronto, y entonces ya no podría hacer nada. Sabía que no volvería a ser el rey de los dioses nunca más, pero debía evitar que la guerra llegara al mundo humano, aun a costa de su vida. Porque Zoe dependía de ese mundo. ¿Acaso pedía mucho?
No hacía tanto, ella le había preguntado por qué luchaba, qué le hacía fuerte. Entonces le había dicho que ser un dios lo fortalecía, y que luchaba porque era lo único que conocía. Si en esos momentos volviera a preguntárselo, Zeus sabría exactamente qué responder. Luchaba por ella. Quería ganar para que ella viviera. Eso le hacía fuerte.
«¿Qué te hace fuerte a ti?», le había preguntado. En esos instantes desearía que ella estuviera allí para repetirle su respuesta: «Tú. Tú me haces fuerte.»
Por desgracia, eso ya no era posible. Con la suerte que tenía, y conociéndola como la conocía, no habría comprendido la magnitud de sus palabras cuando le había dicho que la quería. O tal vez ni siquiera lo había escuchado. No importaba. Ahora ya nada importaba, salvo ganar y con ello salvar la Tierra. Conservar el mundo donde ella tenía que vivir.
Con fuerzas renovadas, dio otra estocada a la espada con la que luchaba Atenea, para después volverse y encararse a Apolo, el cual había decidido unirse a la lucha al lado de su hermana Artemisa. El joven dios había optado por una espada curva hecha por Hefesto. Como era de suponer, Zeus logró mantener la espada a raya hasta que Apolo se vio obligado a retroceder. Artemisa, con su arco y flechas, intentó ayudar a su hermano, pero Zeus desintegró la flecha con uno de los rayos que desprendió el relámpago que utilizaba como arma, al chocar contra la espada de Apolo. Aunque había supuesto que Artemisa pretendía ayudar a su hermano, al ver cómo Hefesto también lo atacaba por detrás, no tuvo claro si ella estaba de parte de Apolo, o simplemente todos estaban en contra de él. Al parecer, los dioses habían coincidido en algo después de todo; en matarlo. Y no los culpaba. Sin embargo, en esos momentos esa alianza era lo que menos le convenía, porque en cuanto él muriese seguirían peleando, y podía deducir a simple vista quién sería el primero en caer. Una sonrisa asomó en sus labios cuando una idea cruzó por su mente ante ese último pensamiento.
—Bonita espada —comentó a Apolo, mientras volvía a contener una estocada—. Deduzco que es obra de Hefesto.
Apolo apretó los dientes y volvió a atacarlo.
—¿Y qué con eso? —dijo cortante.
Zeus sonrió y se encogió de hombros. Mientras, volvió a desintegrar un par de flechas que Artemisa le había enviado mientras luchaba con Dioniso, el cual llevaba una ballesta.
—No, lo decía porque supongo que tendrás claro que no vas a ganar, ¿verdad? —Apolo pareció desconcertado un segundo, no obstante, se recompuso a tiempo de retener una estocada por parte del dios.
ESTÁS LEYENDO
Hera
Romance¿Qué pasaría si el mundo dependiera de tu capacidad por hacerte pasar por otra persona? ¿Y si además, quien debes fingir ser es ni más ni menos que una Diosa Griega?