Capítulo XXXV

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Infinito era la palabra más adecuada para describir ese mar. Olas infinitas, arena infinita, agua infinita. Todo era infinito. Igual que la belleza de esa mujer. O como la frialdad en esa mirada azulada. Los pies posados sobre la arena sin que esta alterara su forma. No como ella, que la cubría formando pequeñas montañas alrededor. Las olas no tocaban la piel bronceada de la diosa, que mantenía su cuerpo impecable, sin alteraciones. Tan diferente a Zoe, a quien ya había mojado sus pies, provocando que la arena se pegara a trozos sobre su tez. Tan imperfecta ante tanta perfección. Parecía tan evidente el mensaje que apenas pudo contener la respuesta mordaz ante tal despliegue de metáfora.

Había quedado claro que ella era mejor que nadie. Proclamaba su superioridad, y a su vez cuán imperfecta era ella. De eso no cabía duda.

Zoe lo supo al instante. Afrodita, diosa del amor y la belleza. ¿Quién sino querría ver muerta a Hera? En realidad, era tan lógico que solo pudo justificarse con la excusa de que ella no entendía ese mundo cuando llegó.

Hermes le había contado el eterno enfrentamiento entre Hera y Afrodita. Habían luchado hasta la muerte, e incluso después. Ares la había utilizado para herir a su padre, Zeus, pero Afrodita había utilizado a Ares a su vez para dañar a Hera. Se veía ahora todo tan claro.

Dirigió una mirada interrogante a Eirene, la cual se mantenía apartada a pocos metros de ella. Su mirada estaba igual de vacía que antes. Luego comprobó que su hermana siguiera detrás de ella. Allí estaba. Su máscara de indiferencia volvió a sorprenderla, y de nuevo esa pregunta «¿Estás bien?», apareció en su cabeza como una señal que no supo interpretar.

Una risa apagada consiguió centrarla de nuevo en el problema que tenía ahora ante sus narices. Afrodita. Una ira antigua empezó a rugir desde su interior al comprender que no había estado prestando suficiente atención a su alrededor hasta ese instante.

—Tú mataste a Hera —afirmó Zoe con voz resentida.

Afrodita la miró un instante, para romper a reír segundos después. Su risa era artificial, queriendo transmitir sensualidad mediante ella. Sus labios, curvados hacia arriba, con ese rojo coral que brillaba bajo el sol también artificial del decorado. Todo en ella estaba calculado para ser perfecto. Y de tan perfecto resultaba repulsivo.

—Parece ser que no eres tan tonta como creía —dijo deteniendo en seco su risa, como si esta jamás hubiese existido.

Los pasos de la joven se reafirmaron sobre el suelo cubierto de arena y sal, queriendo con ello mantener su posición y su valor. Notó al mismo tiempo cómo la mano de su hermana se ajustaba cuidadosa a su peplo.

—Ares era solo tu títere, él creía que era el cerebro de la operación, pero en realidad lo planeaste tú sola —dedujo. Afrodita esperó paciente y con la sonrisa artificial adornando todavía sus labios perfectos.

—Es sorprendente que hayas adivinado todo eso en tan poco tiempo cuando las respuestas estaban delante de ti desde el principio. Soy realmente buena, ¿verdad? —Zoe dejó escapar un profundo suspiro cansado ante tanta prepotencia.

—Lo que es sorprendente es que no te hayas hinchado con todo ese ego que tienes —murmuró. Afrodita dejó de sonreír al instante y se acercó con pasos perfectos hacia ella.

—¿Cómo has dicho?

Zoe alzó la mirada y se obligó a mantener la posición, a pesar de que los pasos de la diosa la habrían hecho retroceder. No. De ninguna manera iba a acobardarse.

—He dicho que no necesitas abuela —contestó. Afrodita se quedó en el sitio sin entender una sola palabra. Zoe sacudió la cabeza y frunció el ceño—. No importa. Puedo deducir por qué mataste a Hera. Celos, envidia... Pero me gustaría saber qué quieres de mí. No soy Hera, ni pretendo sustituirla; ya no soy un problema para ti. Porque sabes que iba a marcharme, ¿no? ¿Para qué todo esto?

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora