Capítulo XXXII

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—Ya están aquí, mi dios.

La voz de una de las esclavas resonó por el templo. Los dioses más importantes del Olimpo, que se habían congregado en el templo de Zeus, donde siempre se celebraban las fiestas, ignoraron a la joven y siguieron hablando y discutiendo unos con otros. Todos parecían enfadados ante la ausencia de este y los recientes desastres que habían acontecido, tanto en la tierra como en su mundo. A esas alturas, todos sabían ya que la madre tierra, Gea, se estaba muriendo. Por supuesto, también estaban al corriente de la aparición de las sirenas en los pueblos, y la guerra entre esfinges y arpías. Ya no hablar de las oceánides. Todos parecían indignados, y los murmullos habían llegado hasta los seres menos importantes del Olimpo.

—Está bien... Les daremos la bienvenida. Ve a buscarla —dijo la voz grave del dios que había estado sentado con tranquilidad en el trono de Zeus, como si se tratara del suyo propio. La esclava supo al instante a quién se refería, hizo una reverencia y se alejó en silencio.

Ares, el dios de la guerra, hijo de Zeus y Hera y amante de Afrodita, se acercó a todos los presentes con paso firme. Había conseguido la confianza de todos los dioses gracias a la desaparición de Zeus. Desde que las sirenas habían empezado a invadir el mundo terrenal también comenzaron las quejas, los murmullos y los rumores. Lo único que tuvo que hacer Ares fue ponerse al frente de la refriega y sembrar más dudas entre los dioses para ponerlos en contra de Zeus.

«Un dios que es incapaz de mantener la paz en el mundo terrenal y permite que su propia madre muera, no es digno de nuestra lealtad», había dicho. Y no fue necesario ningún argumento más.

Ares se dio cuenta al instante que todos parecían cansados del mal mandato de su padre. ¡Zeus no era digno de ese trono! ¡Un dios que caía tan fácilmente en una trampa tan sencilla no tenía derecho a llamarse rey de los dioses! Y luego estaba esa maldita humana.

Zoe, se hacía llamar. La maldita mujer que era la viva imagen de su madre. Una joven ingenua e insegura incapaz de hacer nada sola. Siempre necesitando el apoyo de alguien, incluso aunque ese alguien la menospreciara y la odiara. Sí, él sabía muy bien de qué hablaba, y ella lo sabría muy pronto. Se moría por ver la expresión de sorpresa en el rostro de la joven cuando entrara por la puerta. ¿Se pondría a llorar? No le extrañaría, era tan patética.

Por otro lado, Ares todavía se preguntaba si Zeus sabría quién era la joven o si ella habría logrado engañarlo todo ese tiempo. Aunque algo le decía que sabía muy bien quién era la muchacha y qué hacía allí. De todos modos, no importaba. Zoe iba a descubrirse del modo que Afrodita había predicho. Exactamente igual que Perséfone. Y él había conseguido su propia granada.

—¡Dioses y diosas del Olimpo! —exclamó desde la tribuna—. ¡He sido informado de que Zeus ha regresado de la tierra! —En aquel instante todos los dioses empezaron a murmurar entre sí—. ¡Ha hecho un pacto con Poseidón y ha logrado devolver o exterminar a las sirenas del plano terrenal! ¡Las esfinges se han retirado, por consiguiente, las arpías también lo han hecho! —continuó—. Sin embargo, ha logrado crear inseguridad en nuestro mundo y una gran duda en nuestra existencia.

—Vaya, no me equivocaba, eras tú.

La voz del aludido se escuchó desde la entrada del templo. Todos los dioses se volvieron para verlo aparecer en todo su esplendor y lleno de confianza. Ares esbozó una sonrisa satisfecha y avanzó hacia él, a medida que seguía exponiendo sus opiniones.

—¿Acaso no prometiste nuestra protección? —le preguntó, para luego volverse hacia los demás—. ¿No prometió, acaso, ser nuestro protector y que con él como rey de los dioses jamás tendríamos que preocuparnos por nada?

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora