Capítulo XXV

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Las estrellas son como los sueños. Intentas alcanzarlas con todas tus fuerzas, pero están demasiado lejos para poder siquiera rozarlas. Y siempre se apagan antes incluso de que puedas verlo por ti mismo...

El sol se estaba poniendo de nuevo y los ojos verdes de una joven con los sueños rotos lo observaba como si ese fuese el último atardecer de su vida. Tal vez tenía razón.

—Algún día... —murmuró al viento—. Algún día podré volver. Tal vez no sea en esta vida. Tal vez pasen siglos. Tal vez no sea ni en esta época, ni en el futuro... Pero juro que volveré.

Solo se había permitido tener un sueño: no perder lo que le quedaba de su familia. Algo tan simple, tan sencillo... Y al mismo tiempo tan fuera de su alcance en esos momentos. Y todo por un destino que no había elegido, un destino que se había visto obligada a seguir. ¿Por qué se dice de los humanos que tienen libre albedrío si, al final, te ves obligado a hacer lo que otros quieren que hagas?

Tocó con la punta de los dedos la hierba que estaba a su alrededor. Suave, viva, fresca... Todo lo contrario a lo que sentía ella en esos instantes. Tenía ganas de volver a casa. Sí, vale, una casa pequeña, sin vistas a ninguna parte. Llevando una vida algo mediocre, sin trabajo y con una hermana adolescente un poco problemática, pero era su vida. Y su única familia. Y sus problemas de siempre. Sabía manejar eso, no era sencillo, pero sabía cómo hacerlo. En ese lugar, en cambio, tenía que aparentar ser una diosa cuando no podía sentirse más humana.

Después de la pequeña charla con Hermes, la había llevado al Monte Olimpo. El dios había dicho que habían quedado allí con Zeus. Habría podido preguntar qué le ocurriría a ella después de que todo terminara. Si seguirían con sus planes o, por el contrario, tendrían en cuenta su opinión. Sin embargo, el hecho de que Hermes no comentara nada sobre ello daba a entender algo que, al fin y al cabo, tal vez ya sabía. El dios no podía devolverla al futuro. Aunque no sabía a qué podía ser debido.

El Monte Olimpo era como imaginaba. Una montaña muy alta, rocosa y difícil de subir. ¡Si no adelgazaba después de hacer tanto ejercicio, es que era incapaz de hacerlo!

Zoe había imaginado que tendrían que esperar en la cima al dios y, una vez más, Hermes la sorprendió entrando en una cueva camuflada entre las rocas. Era imposible de ver si no sabías dónde estaba. Y, aunque en el exterior era una cueva lúgubre normal, el interior la dejó con la boca abierta. En realidad, no parecía una cueva en absoluto.

Las paredes rocosas erosionadas por el tiempo la cubrían como una especie de cúpula. El suelo era liso, podría haber caminado descalza y ni lo habría notado. Aunque no era demasiado grande y no había muchas cosas, disponía de lo esencial. Un par de camas enormes con dosel de sábanas blancas, unos sillones largos y grandes que podían servir de cama, adornados con filigranas de oro y detalles con piedras preciosas, una mesa justo en el centro, equipada con comida...

Al verla, a Zoe le rugieron las tripas. Hermes le dijo que podía comer todo lo que quisiera, pues la comida nunca desaparecería. Se trataba de un truco de dioses de lo más práctico. La mesa siempre estaba llena y llevaba intacta siglos. Por mucho que comieses, al terminar, la mesa seguía exactamente igual, remplazando los alimentos ingeridos por otros. Con el armario pasaba lo mismo. Así que, después de comer, Zoe se cambió de ropa, se puso un peplo que llegaba hasta el suelo y se cubrió los hombros con una capa de color tostado un poco gruesa. Aunque podía parecer sencilla, en realidad era de terciopelo y de una tela muy hermosa.

No habló en ningún momento. Hermes no insistió y cuando salió de la cueva, incapaz de seguir mucho más tiempo en su compañía, lo único que dijo fue que no se alejara demasiado. En ese instante, Zoe se sintió como una niña pequeña. A pesar de que lo había perdonado, se sentía incómoda después de su pequeña conversación. ¿Cómo podía decir que Zeus sentía algo por ella? ¿Acaso estaba loco? Era un dios. Uno engreído, autoritario, egoísta y manipulador. Ningún ser, humano o divino, podía añadirle un sentimiento positivo a todos esos defectos. Tal vez era cierto que la había tratado con algo más de consideración. Y también se había mostrado... dulce a veces. Y comprensivo. Y atento. Pero eso solo lo hacía porque la necesitaba. Era una fachada, una máscara que caería en cuanto ella terminara su misión.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora