Capítulo XXX

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—¿Crees que ha sido una buena idea no avisarla de que iríamos sin ella? —preguntó Hermes encima de un Vipertooth de color castaño. Zeus miró hacia abajo, atento a la aparición de las sirenas.

—De haberla avisado no habríamos ido sin ella —contestó con simpleza.

Los gigantes se habían situado al pie de las montañas. Las columnas de nieve a lado y lado eran abundantes y muy frágiles. Un solo golpe de los gigantes sobre las rocas y formarían una avalancha que descendería a gran velocidad. Tenían que ser muy exactos, si no las sirenas huirían antes de poder sepultarlas bajo la nieve.

—Creía que Poseidón había enviado a las oceánides para devolver a las sirenas al mar. ¿No se enfadará si las matamos?

La pregunta de Hermes había sido aquella que había estado dando vueltas en su cabeza desde el día anterior. Sí, había hablado con Poseidón para que las mandara, pero estaba seguro de que en su gran mayoría, en lugar de devolverlas al mar, las matarían. No se caracterizaban por ser unos seres compasivos y pacientes, más bien todo lo contrario. Zeus no había visto ni una sola desde que las sirenas habían empezado a ascender las montañas, y lo más probable era que no aparecieran por allí. Las malditas ninfas se negaban a pisar el territorio de los gigantes. Y, por supuesto, eso los seres del mar lo sabían. Estaba seguro de que era ese el motivo que las había impulsado a refugiarse en ese lugar, esos monstruos debían haber supuesto que Poseidón enviaría a las oceánides para matarlas. Solo una pequeña parte de ellas regresaría de nuevo al mar. Así que la trampa era lo mejor que podía hacerse. Y sabía muy bien por qué Zoe había pensado en una trampa letal. La impresión de la joven para con las sirenas había sido nefasta. Había visto el pueblo lleno de sangre y hombres mutilados. También había visto la aldea de los gigantes, los niños, las mujeres embarazadas... Zeus se había dado cuenta de que tenía una especie de debilidad por los niños. Algo que, sin duda, lo había fascinado. ¡Quién sabe por qué! Así que la muchacha se había transformado en las últimas horas y había decidido que no irían al Olimpo sin detener a las sirenas. Había actuado pasando por encima de él. Incluso Hermes se había asustado cuando la había escuchado hablar a los gigantes con esa naturalidad.

Por primera vez, Zeus se sentía asombrado y confuso ante alguien. Zoe luchaba por lo que creía que valía la pena luchar. Podía parecer insegura e ingenua a veces, pero actuaba diferente cuando las circunstancias requerían una reacción. Y en cuestión de segundos había encontrado una solución al problema de los gigantes. Ella no había visto gigantes. Lo supo ver en su mirada, por cómo observaba a los niños y cómo hablaba con los guerreros. Había visto personas. Había visto seres vivos. Había visto inocentes que necesitaban ayuda. Dejó de lado su miedo, su inseguridad, y actuó como una diosa. O como una estratega, pues la idea era sublime. Los gigantes la habían aclamado y habían seguido sus órdenes, y si estaban allí era gracias a ella. Y él... él estaba más que sorprendido. Se sentía innegablemente fascinado por ella. Todo lo que hacía lograba dejarlo con la boca abierta, y no era un dios fácil de impresionar. No solo la deseaba como mujer, también la admiraba. Era la humana más tenaz e impulsiva que jamás había visto. Y al mismo tiempo insegura y desconfiada. Nunca sabía cómo reaccionaría, ni cómo actuaría. Era una caja de sorpresas, y eso era lo que más le gustaba de ella.

—Las sirenas o los gigantes —contestó Zeus finalmente—. Las oceánides no aparecerán por aquí, ya lo sabes. Y si dejamos que sigan avanzando... —dijo mirando hacia abajo.

No se veía capaz de encarar a Hermes. No sin matarlo, claro. El hecho de verlo besándola... ¡Lo había matado! Le habían entrado ganas de aparecer sin más y estrangularlo. Quería desquitarse con él. Y sabía lo que eso significaba. ¡Por primera vez... había sentido celos! ¡Estaba celoso de Hermes! ¿Cómo era posible?

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