Capítulo XXXI

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Cuando vio llegar al Vipertooth supo que algo malo había ocurrido.

Los dioses habían bajado para poder hablar con los gigantes sobre la tardanza de las sirenas, y de ese modo poder hacer algo al respecto. Todos estaban de acuerdo de que aquello no era normal, y que algo debía haber fallado en el plan para que el grupo que había ido en su busca no llegara. No obstante, las sospechas se confirmaron cuando apareció el dragón que los había transportado al Monte de los Gigantes. Zeus bajó del suyo en un salto perfecto sin esperar que aterrizara. Corrió hacia el otro y lo detuvo de las riendas. No había hecho falta decir nada, se montó de un nuevo salto al animal y se apresuró a ir hacia el valle.

Sabía que tanto Hermes como los guerreros lo seguían de cerca, así que no los esperó. El Vipertooth tenía una dirección marcada e iba a gran velocidad, lo que confirmó que era urgente. Mientras llegaban se tropezaron con el pequeño grupo de gigantes que había ido en busca de las sirenas, ahora un pelotón algo más reducido. Tres hombres. Frenando al animal de golpe, Zeus bajó hacia donde estaban para poder preguntar lo que había ocurrido. Los gigantes lo miraron angustiados.

—Fue un accidente. La montaña se derrumbó encima de nosotros cuando las sirenas aparecieron. Algunas fueron sepultadas, pero la gran mayoría logró escapar por el otro camino —explicó uno de ellos—. Intentamos detenerlas pero... Solo quedamos nosotros —dijo avergonzado.

Zeus apenas le prestó atención. Algunos gigantes ayudaron a los tres malheridos, pero el resto siguió avanzando a gran velocidad hacia la aldea. El dios maldijo por lo bajo al entender lo que había ocurrido. Las malditas sirenas habían optado por el único camino libre, y los gigantes intentaron detenerlas muriendo algunos de ellos en el proceso. Estaban hambrientas, y el clima montañoso las alteraba mucho. No debían avanzar demasiado deprisa, pero sí lo suficiente como para estar a punto de llegar a la aldea, eso si no lo habían hecho ya.

Un escalofrío recorrió su columna al recordar que Zoe estaba allí, durmiendo en el templo. Aunque había ocultado su humanidad, las sirenas lo invadirían todo. Si la encontraban, estaba seguro de que la matarían antes de que pudiera hacer nada para salvarse.

—¡Mierda! ¡Vamos, más deprisa! ¡O te convertiré en carne asada! —gritó con desesperación.

El simple hecho de imaginarse a Zoe muerta lo volvía loco. No. No podía estar muerta. ¡La había dejado allí para que estuviera a salvo! Por primera vez se dio cuenta de que estaba muy preocupado. No había podido dejar de pensar en ella, y el simple hecho de saber que estaba en peligro lograba enloquecerlo. Nunca había sentido tal ansiedad, tanta desesperación por mantener la seguridad de alguien. Era un dolor casi físico. No podía soportar la idea de que ella estuviera en peligro, que alguien pudiera hacerle daño.

—Por lo que más quieras, que esté bien... —murmuró con el rostro contraído por la preocupación.

El Vipertooth no tardó mucho más en llegar a la aldea, y la sorpresa que encontró fue muy grande. Los gigantes que se habían quedado en casa parecían más fuertes de lo que había supuesto. No pudo más que observar en silencio cómo esa enorme hoguera quemaba la entrada por la que acababa de pasar por encima a unos veinte metros de distancia. La misma entrada que un millar de sirenas intentaba atravesar.

¡Los gigantes habían tenido una idea perfecta! La hoguera impedía que las sirenas entraran en el poblado como una plaga, si alguna llegaba a pasar podían matarla con mucha facilidad. Suspiró tranquilo al ver que la aldea estaba a salvo y, por consiguiente, Zoe también. Lo más probable era que estuviera durmiendo en el templo principal sin percatarse de na...

—¡Tire de las riendas cuando quiera que escupa fuego! ¿Cree que es buena idea? —escuchó que gritaba una gigante hacia un enorme dragón de color blanco.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora