Capítulo XVII

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El vestido de seda, ligero y de un tono azul cielo, era fantástico. La seda rozaba su cuerpo como una caricia; suave y fresca. Un cordón cosido con hilos de oro sujetaba el peplo un poco más arriba de las caderas, cubriendo sus pechos pero dejando libre su espalda. Jamás habría creído que un simple tejido pudiera dar ese brillo a sus rizos castaños, o iluminar su mirada y conseguir que su piel pareciera nata fresca.

Permaneció delante del espejo, observando el milagro que la prenda tradicional griega hacía con su cuerpo. Nunca había tenido una anatomía que se pudiera envidiar. Tal vez, si fuera más alta, sus piernas no parecerían rechonchas y cortas. Ni sus caderas se verían excesivamente anchas. Pero el peplo se ajustaba un poco más arriba, marcando la delgadez de su cintura. Ocultaba sus piernas, y disimulaba las caderas. Una simple tela había logrado lo impensable, que se sintiera hermosa.

Se sonrió en el espejo, y el pensamiento la animó. Tal vez sí podía ser una diosa. Tal vez no era tan descabellada la idea. Si se permitía creer en sí misma podría conseguirlo. El problema era que había olvidado cómo hacerlo. La impotencia, el fracaso, el esfuerzo en vano habían hecho de Zoe una mujer precavida. No se fiaba de nada, porque sabía que nada era seguro. Ni siquiera confiaba en sí misma. Alguien así, ¿cómo conseguiría hacerse pasar por una diosa? Aunque su aspecto lo fuera, su interior seguía siendo el mismo. La misma chica insegura que debía alzar un muro de valentía con toda su fuerza de voluntad. ¿Podría esa fuerza de voluntad ser suficiente? ¿Y si lo era, qué pasaría después?

Zoe lo había estado pensando. Si fracasaba, sabía lo que pasaría; el mundo llegaría a su fin y moriría. Una guerra. Pero, ¿y si lo conseguía? ¿Qué sucedería si cumplía con su misión? No creía ser capaz de ser Hera eternamente. Y aunque lo fuera, ¿realmente querría hacerse pasar por otra el resto de su vida? ¿Era esa la clase de vida para la que había nacido?

Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando la puerta doble se abrió de nuevo. Eirene cargaba una caja sofisticada, con filigranas de oro y cobre. Le dedicó una sonrisa antes de dejar la caja encima de la cama.

—Ven, siéntate —comentó palpando la cama a su lado. Zoe lo hizo y se quedó quieta, mientras Eirene se colocaba detrás de ella y abría la caja para extraer un peine—. Debes mantenerte firme.

Zoe se tensó. Mientras, Eirene comenzó a modelar su cabello, marcando los rizos y tejiendo los mechones en un semirecogido.

—Cuando estés delante de algún otro dios o ser, la firmeza puede llegar a ser todo lo que necesites para convencerles de lo que eres.

El consejo la sorprendió al principio, pero sonrió al comprender que había hablado en serio. Realmente iba a ayudarla, lo cual agradeció inmensamente.

—Debo ser egoísta y fingir superioridad ante todos los que me rodeen, ¿no? —inquirió—. Los dioses no son ni la mitad de poderosos de lo que creen. Si lo fueran, yo no podría hacerme pasar por uno de ellos.

Eirene no detuvo sus manos, pero pudo notar que contenía la respiración, pensando en sus palabras. Aun de espaldas, Zoe pudo notar su sonrisa divertida.

—Puede que seas la esperanza que esperábamos.

Aunque no supo qué quería decir con eso, tuvo la sensación de que la semidiosa había tomado la extraña decisión de confiar en ella.

—Estás perfecta.

Las palabras de Eirene la informaron que ya había terminado. Se levantó de la cama, dirigiéndose de nuevo al espejo y contemplando la exquisita obra de la semidiosa. Abrió los ojos de par en par al ver lo que había logrado. Una sucesión de mechones entretejidos y moldeados se unían en su coronilla, adornados con tiaras de oro que separaban en dos líneas horizontales el recogido. Rizos ondulados caían a lado y lado, reposando sobre su escote. Y dos mechones enmarcaban su fino rostro. Simétrico, y muy bien sujeto. No parecía que el recogido pudiera deshacerse, lo cual lo hacía muy cómodo.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora