Epílogo

5.6K 428 85
                                    



El sonido del metal sobre el mármol era algo escalofriante, pero podía seguirse a la perfección. Esa mañana nadie había reparado en ella, y se sentía como una verdadera policía al acecho del ruidoso ladrón. Avanzó sigilosa por los pasillos largos, ocultándose detrás de las columnas para no ser vista por las jóvenes que pasaban de un lado a otro a esas horas de la mañana. Cuando llegó a un revuelo, vislumbró al ladrón menos discreto de todos, aunque al parecer había logrado llegar hasta allí sin mayor incidente que una pequeña niña de cuatro años como ella. Descalza, avanzando de puntillas, entró en la sala oscura en pos del pequeño que cargaba una espada que abultaba más que él. Miró hacia un lado y hacia el otro, y cuando estuvo en el interior observó lo que esperaba que fuera la silueta del niño. No obstante, no había nadie. ¿Se había equivocado? No, él había entrado allí, estaba segura.

De repente, una mano tapó su boca impidiendo que gritara y la apartó de la puerta. Mientras se quedaba escondida en brazos de su captor, una joven de cabellos largos, rubios y trenzados apareció por el marco de la puerta con los brazos en jarra.

—Será mejor que no os escondáis o será peor —gritó hacia la nada. La mujer, al no obtener respuesta, se cruzó de brazos—. Muy bien, avisaré a vuestro padre. O mejor, a vuestra madre. —Y acto seguido se marchó por donde había venido.

La pequeña le dio un fuerte puntapié a la vez que apartaba al niño que había estado sujetándola. El pequeño se alejó cuando esta le mordió la mano, pero no gritó. La miró enfadado.

—¡Eirene nos ha pillado por tu culpa! —gritó el pequeño.

—¡De eso nada! ¡Has sido tú, has hecho mucho ruido con lo que has robado! ¡Ladrón!

El niño, de unos seis años, llevaba la espada cargada a la espalda. Después de arrastrarla por todas partes había decidido llevarla a cuestas. Aunque demasiado tarde, claro.

La niña lo miró enfadada y puso los brazos en jarra imitando a los mayores cuando no les parecía bien algo. El pequeño rió con ganas y la copió empleando una posición más masculina, haciendo referencia a los hombres adultos que hacían lo mismo. O tal vez, el pequeño había visto demasiado Superman.

—¿Vas a dejar que nos vayamos, o esperarás a que mamá nos castigue? —sugirió.

—¡Yo no he hecho nada, irás a mamá y te castigará solo a ti! —gritó la pequeña. El niño la cogió del brazo.

—¡De eso nada! —dijo mientras la instaba a correr hacia fuera.

El pequeño era más alto que ella, por lo que no pudo resistirse y cedió. Aunque no paró de protestar. Los cabellos cortos, castaños y algo ondulados del niño estaban despeinados a causa de la carrera y el esfuerzo de cargar una espada tan grande. Poseía unos ojos dorados preciosos que observaron con avidez la puerta que estaban a punto de alcanzar. Por otro lado, la pequeña de cabellos tan negros como el carbón, atados en dos coletas altas, intentó detenerlo sin resultado alguno. Al llegar a la puerta, se chocaron con una figura más alta. Los ojos verdes de la pequeña se alzaron poco a poco hasta encontrarse con unos parecidos a los suyos.

—Mamá —murmuró la pequeña—. ¡Todo ha sido culpa de Arsen! ¡Ha robado la espada de Hefes!

La espada a medio terminar que el pequeño Arsen había robado, era una de las últimas creaciones de Hefesto. Aunque había permanecido siglos fuera del Olimpo con su mujer, ahora había regresado a sus labores como herrero de los dioses. Al parecer, la tarea del dios era fascinante para el pequeño. Nunca se cansaba de coger sus cosas.

—¡Chivata! —gritó en un murmullo hacia la pequeña. Ella le sacó la lengua y se acercó a su madre.

—¿Cuántas veces te he dicho que no debes coger las cosas de Hefesto? Cada vez que venimos al Olimpo haces lo mismo. ¡La próxima vez te quedarás en casa! —amenazó la mujer, luego se agachó y cargó a la pequeña con el ceño todavía fruncido—. ¡Y tú, renacuajo, deberías dejar de seguir a tu hermano, algún día te meterás en un buen lío y eres todavía muy pequeña!

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora