Capítulo XIX

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La fiesta había sido una sorpresa que no estaba dispuesto a permitir de nuevo. En un principio creía que Hermes mantendría las cosas con discreción, pero al parecer se había equivocado. Zeus sabía algo, estaba seguro de eso. De no ser así, no habría estado pendiente de cada movimiento de aquella muchacha entrometida. De todos modos, Zeus no parecía sospechar que él fuera el traidor, o tal vez era más adecuado decir que no descartaba a nadie. Escudriñaba a todos buscando algún tipo de señal. Si todo salía según lo planeado, cuando el dios se diera cuenta del engaño ya sería demasiado tarde.

Ares, con su porte elegante pero peligroso, estudiaba en esos instantes a su amante. Afrodita era exquisita. Sonreía y hablaba con tanta naturalidad que no parecía que estuvieran a punto de comenzar una rebelión. No tenía el aspecto de una traidora, y eso la hacía muchísimo más peligrosa de lo que había previsto. Sus planes ya habían sido puestos en marcha, las sirenas campaban a sus anchas por tierra firme. Tarde o temprano Zeus se daría cuenta del desequilibrio que sufría el mundo y tendría que hacer algo para solucionarlo. Mientras estuviera ocupado evitando una pequeña fisura en el mundo humano él se encargaría de crear un agujero enorme en el Olimpo.

Por otro lado, todos los dioses verían esa noche a Hera, o por lo menos creerían que la habían visto. Tenía que reconocer que la muchacha estaba haciéndolo bastante bien. Por lo menos todavía seguía con vida, que era más de lo que podían decir algunos.

Era despreciable. De hecho siempre se lo había parecido. Con su inseguridad y su desconfianza, aunque eterna inocencia para las cosas importantes. Estúpida.

Cogiendo un vaso lleno del manjar de los dioses, Ares se dirigió hacia la balconada donde Afrodita conversaba con Perséfone y su madre, Deméter. Por lo visto, la diosa disfrutaba de nuevo de su hija, trayendo la primavera al mundo. Perséfone, en cambio, no parecía demasiado feliz.

—Buenas noches, señoritas. ¿Disfrutando de la velada? —El dios de la guerra inició su intrusión con una leve inclinación.

Afrodita le dedicó una mirada lujuriosa, para luego apartarla con indiferencia. Deméter, por el contrario, esbozó una sonrisa deslumbrante.

—Mucho. Me complace que de vez en cuando se haga una fiesta digna de nosotros, los Dioses del Olimpo. ¿Verdad, princesita?

—Habla por ti, madre —contestó una malhumorada Perséfone—. Y no me llames así, sabes que no me gusta.

—Pues sé de alguien que te llama igual y no pareces enfadarte con él, a pesar de que te secuestró y te apartó de mi lado —inquirió, reprendiendo a su hija. Perséfone suspiró con cansancio.

—Hades es mi marido. Puede llamarme como quiera.

—Ese bruto solo podía haber llegado a ser tu esposo de un modo cruel y desconsiderado. Creo que tendrías que permitirle menos cosas, hija, si no...

—¡Mi marido no es un bruto!

Ares no pasó por alto el hecho de que no había dicho nada sobre cruel y desconsiderado.

—Cualquiera diría que estás enamorada de él, querida —dijo Afrodita, burlándose de la joven.

Perséfone le dirigió una mirada que habría helado el infierno de haber estado allí. Luego se alejó echando chispas. Ares la contempló marcharse, dirigiéndose a paso ligero hacia la diosa que planeaba arruinar y que por fin se había dignado a aparecer.

—Disculpen a mi hija —dijo Deméter—. Parece algo reacia a regresar a mi lado a pesar de que su... Bueno, a pesar de que Hades la raptó —Deméter se despidió con cordialidad, alejándose de forma abrupta y prudentemente lejos de su hija.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora