¡Kawabonga!

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De pequeño tuve un pez dorado, un bonito pececito que nadaba en una pecera. Lo llame Pececito (tenía tres años). Luego me regalaron un balón de futbol y quise jugar a los penales con Pececito. Fue el momento en que descubrí tres cosas: que los balones rompen las peceras, el vidrio poncha balones y que extrañaría a Pececito. Mi mami me dijo que ahora estaba en el cielo de los peces y que debía darle un funeral adecuado y mandarlo al mar. Ahora entiendo lo que Pececito sintió cuando lo arroje a la taza.

“Catorce años tarde, pero lo siento mucho Pececito” El alivio que sentí por no salir volando del barco hacia un remolino aterrador, fue rápidamente eclipsado por estar encadenado a un barco que se hundía en el mar.

No se imaginan mi alivio cuando el barco emergió de nuevo intacto (o casi todo, pues la mayor parte del casco estaba ya bajo el agua y solo la cubierta superior era visible), y continúo sin detenerse en su camino hacia el centro del embudo, y su inevitable hundimiento en el mar.

“¿Soy yo o el barco se hace más grande?” pregunté “No Miguel, es que estas cayendo, tu sabes, gravedad” me respondí. “Ah claro” Después de eso, si grite.

No era suficiente altura para matarme, pero a la velocidad a la que me arrastraba el barco, más la velocidad de la corriente, más la velocidad de la caída. Dolería.

Clase de clavados para principiantes. Párate derechito, pies en puntas y mirada al frente. Y efectivamente, dolió de los demonios. Sentí como las piernas casi se me doblan del golpe, y el agua en mi cara parecía como cuchillos o millones de agujas. Por más que procure soltar aire por la nariz, parecía que el agua me había llegado hasta el cerebro. Lo peor estaba por venir pues el barco aun me arrastraba, si bien eso me ayudo a salir a la superficie, estaba siendo remolcado por encima del mar con tanta rapidez, que se sentía como si me remolcaran de mala manera a través de un terreno rocoso. El agua helada me había causado varios cortes, pero no parecía haberme roto nada, puede que la librara solo con moretones y cardenales en todo el cuerpo suponiendo que no me ahogara.

Había tenido el buen sentido común de no soltar la cadena y ahora me encontraba hecho un ovillo mientras rebotaba una y otra vez sobre el agua haciéndome un daño severo, era como ser azotado sobre el asfalto una y otra vez. Si eso no cambiaba pronto la paliza me mataría. Esto duro apenas unos instantes pero cuando tú eres al que revuelcan en el mar se te hacen los momentos más largos y angustiosos de tu vida. Esto sin embargo había tenido un efecto positivo, sacar a golpes toda el agua que me había tragado y dejarme respirar un poco. Bien estaba agitado y la falta de oxígeno me estaba haciendo ver borroso, pero después de boquear unas cuantas veces ya empezaba a respirar agitadamente, y con suficiente aire como para darme cuenta de mi situación, aunque no fuera una gran mejoría en realidad

“Tengo… que… regresar…al… barco” pensé desesperado.

Creo que ya lo he mencionado, pero el miedo a morir brutalmente te da la motivación que necesitas para esforzarte un poco más. Tenía que intentar jalarme. Por desgracia no fue precisamente un movimiento tan brillante, al jalarme un poco, la fuerza de la corriente me golpeo el tren inferior del cuerpo, es decir, las piernas; por tal quede completamente estirado, con las manos sosteniendo la cadena por encima de mi cabeza. Ahora estaba recibiendo todos los golpes con la cara y ya no podía cubrirme con los brazos y las piernas, era como estar al extremo de un listón y que alguien lo serpenteara en el extremo opuesto, el efecto latigazo se traducía para mí en azotar contra la corriente

Fue cuando tuve mi primer golpe de suerte, literalmente, uno de los botes sobre el agua me elevo medio metro sobre el suelo y por un reflejo, puse las rodillas contra mi pecho y me jale a la cadena lo más que pude. Caí de nueva cuenta al agua, esta vez en una posición menos vulnerable: en cunclillas.

GuardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora