Capítulo 6 - ¿Eres Dios?

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—Yo no tenía previsto volver a aparecer en público. —Se dejó caer en la cama y colocó sus brazos tras la cabeza. Podía ver algo del vello de sus axilas por el borde de la corta manga de su camisa; por poco no empecé a jadear de deseo. —Quería llevar una vida tranquila; una vida humana común. Llevaba unos años así, conteniéndome al ver a la gente sufrir a mi alrededor. Aquella mañana yo había quedado con unos amigos de la universidad para jugar a las cartas en la cantina y...

—¡Espera! —interrumpí, y al momento me ruboricé como un tomate al comprender que acababa de cortar a Dios en mitad de una frase. Conseguí carraspear y continué. —¿Universidad? ¿Eras estudiante? ¿Te hiciste amigos?

—Me hice amigos en aquella identidad falsa que usé; ellos no sabían quién era yo, claro. Y sí, estuve un tiempo yendo a clases en la facultad, aunque ni siquiera me había apuntado. —Se me quedó mirando como pidiendo permiso para continuar y me apresuré a asentir. —Aquel día en la cantina, todos vimos aquella catástrofe en la televisión del local; la gente se quedó muda por el espanto. Algunos lloraban por la impotencia de no poder hacer nada para evitar aquellas miles y miles de muertes que estábamos presenciando en directo y yo... yo no pude contenerme. Ellos clamaban por un salvador, y tuve que acudir al rescate.

Mi vello se erizó ante su versión de este relato. Aquellos momentos ocurrieron hace unos quince años y yo era un infante sin apenas consciencia de sí mismo; desde entonces vi docenas de veces esos vídeos y leí todos los artículos que se escribieron sobre su primera intervención.

—Los salvaste. Apareciste ante todos nosotros olvidándote del anonimato. —Asintió. —Y luego, a los pocos días volviste a hacerlo y ya no te detuviste.

—Una vez me vieron, ¿por qué no dejarme llevar y salvar a más personas? En esta época, cualquiera puede enterarse de las catástrofes que ocurren en la otra punta del mundo; todo está conectado y comunicado. ¿Cómo quedarme quieto y permitir que sucedieran injustas desgracias masivas a tanta gente?

—Bueno —me permití interceder—, interviniste en desgracias masivas y en desgracias individuales, ¿no? Ayudaste en desastres naturales como erupciones que hubieran destruido ciudades, pero al poco también salvaste a una ancianita de ser atropellada. ¡Incluso he escuchado que bajaste gatos de árboles ya desde tus primeros días!

—Me gustan los gatos —anunció con cara de no haber podido evitarlo, provocándome una risita. ¿Cómo podía ser tan adorable a mis ojos? —En serio; una vez empecé... ¿por qué no evitar un choque de coches, si lo presenciaba? ¿Por qué no hacer que lloviera en las secas plantaciones de una familia de pobres granjeros que lo estaba pasando mal? El dique que me había contenido durante siglos se había roto y ya no había nada que me forzase a contenerme.

—¿Cuáles son tus poderes, Ismael? ¿Comandas el clima? —inquirí ante lo que me acababa de contar. —¿Sanas cualquier tipo de enfermedad? ¿A cuánta gente has llegado a curar a la vez? Recuerdo aquella pandemia de África... ¡y has eliminado el virus del sida a nivel global! ¡Eliminaste el cáncer del ADN humano! Has manifestado capacidades tan dispares que no llego a ver dónde están tus límites.

—Mis límites son realmente difíciles de cuantificar, Néstor.

—¿En serio? ¡Venga! Has dicho que me dirías la verdad —le recordé dejando el vaso en la mesa. —Podrías... ¿secar el mar? —sugerí con sorna, para que se diera cuenta de que yo podía imaginar fácilmente cosas que él no podría nunca llegar a conseguir. —¿Serías capaz de explotar la luna? ¿Puedes acaso destruir a todos y cada uno de los seres humanos en un instante?

—Te quedas corto —anunció, y noté cómo mi frente se humedecía de sudor. —Pero sí; respondiéndote claramente, podría hacer esas cosas.

En mi mente batallaban la incredulidad con el miedo, y me di cuenta de que estaba hiperventilando. Necesité dos minutos para recuperarme de esta revelación; no podía creer al pie de la letra lo que decía, pero decidí suponer que decía la verdad.

—Entonces... aunque hayas dicho que no te gusta que te llamen así, aunque ya anunciases hace años que no lo eras, debo repetirte aquella pregunta; ¿eres Dios? La gente cree que sí.

—¿Y qué crees tú, Néstor?

—Puesto que dijiste que no lo eras, he de creer que no lo eres; pero el poder que dices tener es increíble. En este mundo, no hay nada ni nadie sobrenatural, excepto tú. Me cuesta cerrarme completamente a la posibilidad de que seas una entidad divina, y me consta que al resto del mundo le pasa igual.

Se levantó, se me acercó lentamente y se dejó caer en el asiento de al lado, tan cerca que empecé a percibir su imposible aroma como a un chispeante helado de vainilla y plátano (¡mi preferido! ¿Cómo era eso posible?).

—Dime, Néstor; ¿qué significa para ti "ser un dios"?

—Pues... diría que... —¡Menuda pregunta! PrideTwink no paraba de cogerme de improviso.

—Para los griegos de la antigüedad, un tío que tuviera alitas en los pies y volase muy rápido era un dios; y uno que pudiera llamar al relámpago era el Padre de los Dioses —intentó guiarme al ver que dudaba—. Si piensas que un dios es alguien que tiene alguna capacidad sobrenatural, sea la que sea, entonces sí soy un dios para ti.

—Pero no hablo de "un dios cualquiera" —concreté agitando las manos para detenerle—; te estoy preguntando si eres El Dios monoteísta adorado por las religiones actuales.

—Tal y como has comentado antes, soy el único con poderes sobrehumanos en la Tierra. Si eso es lo que dictamina la diferencia entre hombre y dios, entonces sí, lo soy; sería el único que podría cumplir ese requisito. Pero si lo que preguntas es si yo creé el universo, si modelé a los humanos, si una parte de mí en forma de paloma dejó preñada a una chiquilla hace dos mil y pico años o si tengo una legión de ángeles esperando para causar el Apocalipsis... En ese caso, niego ser ese dios; ya lo negué y lo mantengo.

—Lo entiendo; pretendes hacerme ver que el concepto de "deidad" es demasiado complicado y parcial como para poder afirmar o negar del todo que tú lo seas.

—Más o menos. Según la concepción de cada persona sobre lo que significa ser un dios, lo seré o no.

Tras coger un par de aceitunas y mascarlas durante los segundos que necesité para asimilar lo que me decía, volví a la carga.

—Pero admites haber tomado el lugar de dioses en religiones de la antigüedad, o incluso haberlas inspirado. Admites ser el único con poderes sobrenaturales y admites que tu poder es... muy inconmensurable.

—¿Me convierte eso en un dios? ¿Me convierte en "El Dios" con mayúsculas? —me preguntó él a mí.

—No... no lo sé —admití contrariado. Él no me estaba mintiendo, pero estas respuestas no clarificaban demasiado lo que yo quería saber. Quería arrinconarle para que admitiera algo concreto, pero esquivaba mis estocadas verbales con un escudo de ineludible lógica. Me estaba costando horrores concentrarme en mis preguntas, teniéndolo tan cerca, tan a mano. —Dijiste que no escuchas a la gente rezar; que no les concedes nada de lo que piden —asintió de acuerdo—. Pero ¿podrías hacerlo?

—Podría —aceptó asintiendo con cara de circunstancia.

—¿Y por qué no lo haces?

—¿Escuchar sus ruegos y peticiones? ¿Por qué habría de hacerlo? Además, quizá no fuera tan buena idea ponerme a conceder deseos a la gente, ¿no crees? —parecía más divertido que molesto por mi sugerencia.

—Pero, entonces... ¿eres omnisapiente o no?    

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