Sangre Blanca

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        Cuando el vaivén de la cabalgata dejó de resultarle molesto, Alicia logró destensarse y abrir los ojos, quedando deslumbrada ante la inesperada belleza del Reino Blanco.

     Se trataba de un lugar brillante y pulido, cubierto por árboles pálidos y figuras de ajedrez talladas en inmensos bloques de mármol, que se movían y desplazaban entre calles de azulejos en blanco y gris. El castillo se divisaba desde gran distancia; era alto y hermoso, parecía resistente en todos los sentidos, una pieza única. Se alzaba de forma desigual, asimétrica, con cientos de torres de distintas alturas, pero todo a la vez con un mismo estilo clásico, casi victoriano. Parecía estar esculpido directamente en la roca.  Alrededor de una amplia muralla, se podían ver extensos campos de flores que llegaban hasta el horizonte y lo que la vista vislumbrase, todas ellas blancas o de tonalidades purpúreas. Desde una vista diminuta como la de Alicia, todo parecía el doble de impresionante de lo que en realidad era. Era increíble, sencillamente increíble.

        El Magnapresa atravesó un puente levadizo que bajó a su paso, y se introdujo en el interior del palacio a la velocidad del viento. Corrió a través de un pasillo de inmensas columnas, todas ellas talladas con una diferente figura de ajedrez, hasta llegar a la sala del trono, donde se elevaban dos imponentes asientos, sobre los que se encontraban sentados el Rey y la Reina. A ambos lados, había dos torres de aspecto severo que custodiaban la estancia, y varios caballos permanecían erguidos, vigilantes y en fila. El Magnapresa dejó suavemente la rosa sobre el frío suelo, a los pies del altar, para después rascarse la oreja y sentarse sobre la alfombra como un perro obediente.

     Alicia asomó tímidamente la cabeza a través de los pétalos de la rosa, y tras dudarlo unos instantes, salió de su escondite. La visión de los reyes, de tan gran tamaño y tan fría actitud, le impactaba demasiado.

-          Seas quien seas -tronó la voz del Rey, haciendo que el pecho de Alicia se encogiera- y vengas de donde vengas, álzate y haznos una reverencia.

        Alicia titubeó unos instantes por la impresión, pero luego se acercó e hizo una pequeña -y también algo torpe-  reverencia, mientras se fijaba con mayor detalle en ambos monarcas:

         El Rey Blanco tenía una larga y bien recortada barba acabada en trazos rectos que le cubría toda la cara. Llevaba una corona afilada y brillante, y vestía con una larga túnica blanca y gris. Su cuerpo estaba rígido, casi tenso y, a pesar de sus intentos por parecer una fuerza de la autoridad suprema, en su expresión se notaba a simple vista cierta inseguridad y falta de autoestima. No dejaba de mirar inconscientemente hacia todos lados, como si buscase una vía de escape. A Alicia le recordó a la mirada de un niño pretendiendo ser valiente, pero temiendo que cualquier monstruo pudiera salir de debajo de la cama.

        En cambio, la Reina -también Blanca- se encontraba totalmente relajada sobre su trono, recostada de forma tranquila y segura, mientras se relamía los dedos de los restos de un bollo que se acababa de zampar. Su piel era blanca como el marfil, tanto que casi emitía luz propia. Pero sus ojos contrastaban con un sorprendente iris morado, de intenso color. Brillantes y bellos, como el cielo de verano al amanecer. O como el color del curioso té de arándanos que tanto le gustaba a Ágata. Tenía el cabello recogido elegantemente en un complicado peinado, y llevaba sobre la cabeza una corona más grande y pulcra que la del rey. Vestía un largo vestido vaporoso con mangas de delicado encaje, conjuntado con una fina gargantilla en el cuello, de la que colgaba una vistosa gema en forma de lágrima.

-          Ahora dinos quién eres y de dónde vienes, y decidiré si aceptamos o no tu reverencia –añadió fríamente la Reina Blanca, recogiendo las últimas migas de su vestido.

WONDERLOST: El Proyecto de Alicia #OreosAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora