Nueve

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Matteo quería poder confiar en ella, pero sabía muy bien que aquella chica estaba jugando con él. Estaba tan acostumbrada aconseguir lo que quería que su petición sonó con una mezcla de inocencia y de inquebrantable autoconfianza.

Besarla había sido una prueba para él. Había querido saber a qué se enfrentaba antes de aceptar. Teniendo en cuenta la forma enque su cuerpo había reaccionado a ella, su respuesta debería haber sido un no rotundo. Pero, sabiendo el peligro en que Luna se encontraba, no podía darle la espalda.

Matteo trató de poner en orden sus pensamientos. Era obvio que ella se había percatado de que lo atraía. Su erección lo había delatado durante el beso. Lo más probable era que se estuviera riendo de él, pensó. No debía de ser el primer hombre que se rendía a los encantos de Luna Valenre. Ni sería el último.

–Claro –afirmó él con concisión–. Tengo sitio de sobra. Pero te irás mañana, ¿verdad?

Ella asintió.

–Tengo que hacer muchas cosas en casa y prepararme para el viaje. Supongo que tú, también.

–Así es. Para empezar, tengo que pensar cómo voy a explicar a mi familia mi repentino viaje al Caribe.

–¿Por qué? ¿No puedes decir que son vacaciones sin más?

–Yo no me voy de vacaciones nunca.

–Ya se te ocurrirá algo, entonces –apuntó ella y miró nerviosa a su alrededor. Una muñeca Barbie tirada detrás de una silla llamó su atención. La recogió–. ¿Esto lo usas en tus investigaciones?

–Tengo una sobrina pequeña –explicó él–. Camila debió dejársela aquí la última vez que estuvo en mi casa.

–¿Cuántos años tiene?

–Cinco. Acaba de empezar la escuela infantil. Estamos locos con ella –señaló él y se fijó en la expresión de nostalgia de Luna–. ¿Tú quieres tener hijos algún día?

–Es duro criar hijos en Hollywood –comentó ella, dejando la muñeca sobre la mesa.

–Alguna gente lo hace.

–No creo que yo pudiera. Tengo demasiados malos hábitos, demasiados defectos. ¿Qué clase de ejemplo sería yo?

Matteo la observó con atención, tratando de leer entre líneas.

–La idea de la madre perfecta es un mito.

–Eso lo dices porque no conoces a mi madre.

–Quizá, algún día.

–Lo dudo –repuso ella y volvió a meterse en su papel de estrella
de cine–. Tengo hambre. ¿Sabes cocinar?

–Solo un poco. Podemos ir a la casa principal y cenar con mi familia. Puedo inventarme alguna excusa que explique tu presencia aquí.

–Mejor, no –señaló ella, sin ocultar su incomodidad–. Seguroq ue son encantadores, pero me harán preguntas sobre el cine y estoy…

–¿Estás…?

  –No lo sé. Estoy cansada. Además, me gusta tu casa. Es muy tranquila. ¿Tienes despensa?

Una vez más, ella se salía por la tangente, observó él para sus adentros.

–Sí, pero no estoy seguro de si está muy llena –contestó Matteo.

–Vamos a ver. Será divertido.

Matteo se levantó y la llevó a la cocina. Su prima Delfina había
contribuido a su diseño. Los electrodomésticos eran de última generación y los mostradores de granito negro y gris. Él casi nunca pasaba tiempo allí. Era más fácil subir a la casa principal cada vez que tenía hambre.

Luna se detuvo, en jarras, mirando a su alrededor.

–Es bonita. Unos cuantos paños de cocina podrían darle color. ¿Por qué tienes una cocina tan completa si todos coméis juntos en el castillo?

–No siempre comemos allí. Mis dos hermanos se han casado y suelen pasar más tiempo en sus casas. Y mis primos y yo nos presentamos allí según nos parece. Pedro y Gastón suelen ir con sus novias de vez en cuando. Mi tío y mi padre siguen una política de puertas abiertas.

–Pobre chef. Planear las comidas debe de ser una pesadilla.

Matteo nunca había pensando en eso.

–Los cocineros reciben un buen sueldo –comentó él a la defensiva.

De nuevo, Luna lo había puesto en evidencia. Al parecer, ella estaba más al tanto del punto de vista de los demás que del suyo propio.

–Al menos, aquí hay un poco de color –observó ella, señalando los cacharros de cobre colgados de la pared.

–Podría buscar una bandeja azul en el cajón, si eso te hacesentir mejor.

Ella lo ignoró y abrió las puertas de la despensa.

–Prepárate, doctor –advirtió ella y le lanzó un paquete de harina.

Matteo lo agarró al vuelo y, por suerte, estuvo mejor preparado
cuando le tocó el turno a las latas de melocotón y moras. El lanzamiento de comida continuó hasta que se vio obligado a hacer malabarismos con unas cuantas hortalizas. Lo colocó todo sobre la encimera.

  Al fin, Luna quedó satisfecha.

Entonces, empezó a agacharse para buscar en los armarios. Habría sido mejor que Matteo no la hubiera observado hacerlo. Su trasero en forma de corazón se delineaba a la perfección contra el tejido de algodón de los vaqueros y él tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no ponerle las manos encima.

–¿Puedo preguntarte qué tienes en mente? –quiso saber él, cruzándose de brazos.

–Tortitas de frutas. Son mi especialidad. Y beicon, si tienes.

 A Matteo se le hizo la boca agua y, por un instante, su estómago le ganó la partida a sus instintos sexuales.

–No tienes que cocinar para mí. Tenemos treinta o cuarenta empleados para hacerlo.

Luna puso una sartén sobre el fuego y sacó mantequilla y beicon de la nevera.

–Me gusta que me sirvan como a cualquiera –admitió ella–. Pero es agradable estar solos, ¿no te parece? –añadió–. Siéntate y habla conmigo.

 –Esta es mi casa –protestó él, tras digerir su orden.

Imposible Resistirse [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora