Treinta y cuatro

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Matteo no estaba seguro de qué pasaba, pero notaba algo extraño en Luna. Quizá, solo estaba preocupada por su madre. O, tal vez, se arrepentía de los momentos de intimidad con él.
Nada más llegar, Luna tuvo que dedicarse por completo al rodaje. El tiempo apremiaba, pues había que terminar antes de que la temporada de lluvias arreciara.

Una tarde Matteo quedó impresionado por la actuación de Luna. En la escena, un marinero borracho la acosaba en el puerto, acorralándola en un callejón. Ella tenía que luchar y, al final, ser rescatada por el oficial del que estaba enamorada.

–No grites, zorra –le amenazaba el borracho, agarrándola del pelo–. Ven aquí o te haré callar para siempre.

A Matteo se le aceleró el pulso, aunque fuera solo ficción. Ella parecía tan frágil, tan desvalida…
De pronto, aparecía su amante y golpeaba al atacante, dejándolo inconsciente.

–¡Corten! –gritó Rod, satisfecho–. Fabuloso. Ya está. Id a tomar un poco el sol.

Luna se acercó a Matteo con el pelo enredado y las mejillas sucias de barro.

–Estoy destrozada –dijo ella, pálida y con ojeras–. ¿Te importa si cenamos en la habitación?

–Claro que no.

En el camino de vuelta al hotel, Luna no dijo ni una palabra, apesar de que siempre solía charlar animadamente con Nina. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Matteo y los ojos cerrados. Tenía la cara blanca como la leche. Apenas tuvo fuerzas para caminar hasta la habitación y él pensó, preocupado, que su viaje a Los Ángeles le había supuesto un gasto demasiado grande de energía.

–¿Te importa pedirme una sopa mientras me ducho? –pidió ella al entrar en la suite–. Tengo el estómago un poco revuelto y no quiero comer nada más.

–Claro –afirmó él y le acarició los brazos–. ¿Quieres que te ayude?

–No seas cochino –bromeó ella, esbozando una débil sonrisa.

–Te hablo como médico. No quiero que te desmayes en la ducha–aclaro él.

–Estoy bien –dijo ella, frotándose los ojos como una niña pequeña–. Solo necesito ponerme ropa limpia, comer algo ligero y dormir.

De todos modos, cuando la oyó abrir los grifos del agua, Matteo entreabrió una rendija de la puerta del baño, pues no se fiaba mucho. Luna parecía al límite de sus fuerzas.

–¿Mejor? –preguntó él cuando la vio aparecer, vestida con unos pantalones de pijama de algodón y una camiseta de tirantes.

–Mucho mejor –contestó ella, aunque estaba temblando.

–Deja que te seque el pelo.

Que Luna no protestara era señal de lo agotada que estaba. La
peinó y comenzó a secarle el pelo con el secador.

–Creo que tu talento de peluquero supera al de médico –bromeó ella con una sonrisa.

–Solo soy un aficionado –dijo él.
Cuando el pelo ya no estaba húmedo, dejó el secador y la besó detrás de una oreja. Estaba muy excitado pero, por el momento, se limitaría a cuidar de ella. Odiaba verla tan delicada y frágil. Entonces, recordó la promesa que le había hecho a su madre de cuidarla. Se le encogía el corazón de pensar que Luna se quedara sola en el mundo cuando la señora Valente muriera–. Ya está.

–Gracias.

El timbre sonó y Matteo hizo pasar al mozo del servicio de habitaciones. Después de firmarle un autógrafo al joven embelesado, Matteo se sentó, probó tres cucharadas y apartó el plato.

–Lo siento, Matteo. No tengo ganas de comer. Quizá, luego. Voy a tumbarme en el sofá. La tele no me molesta, si quieres ponerla. Estoy demasiado cansada.

Cuando ella se acurrucó en el sofá y Matteo se dio cuenta de que le temblaba todo el cuerpo, tuvo un mal presentimiento. Se acercó para tocarla, pero estaba ya dormida. Y no dejaba de tiritar.

–Luna, ¿me oyes? –llamó él, cubriéndola con una manta.

–¿Es la malaria? –preguntó ella con un hilo de voz.

–Sí –respondió él. Desde el principio, había temido que ese día llegara antes o después–. ¿Cómo te encuentras?

–Tengo mucho frío.

Matteo la tomó en sus brazos y la llevó a la cama. Se acostó a su
lado, bajo las mantas. Ni siquiera el calor de su cuerpo bastó para que dejara de tiritar.

–¿P-por qué vuelve?

–Tienes parásitos enquistados en el hígado. De vez en cuando, se ponen en acción –explicó él.

Se le encogió el corazón al pensar que podía haber muerto en aquella selva… Y todavía no había pasado todo, pues había peligro de que los riñones sufrieran daños irreparables.

–¿P-puedes decirle a Rod que no iré a trabajar mañana?

–¿Le digo la verdad?

–Dile que es… un virus. Nadie n-nos molestará –musitó ella y
cerró los ojos–. Solo necesito un p-par de d-días.

 Matteo la abrazó con más fuerza, intentando protegerla de los escalofríos.

–No te preocupes. Harán lo que puedan sin ti. Te pondrás bien enseguida.

Acto seguido, Matteo cayó en un estado de semiinconsciencia. Matteo salió solo un instante, para hablar con Rod.

–Cuida de nuestra pequeña –pidió Rod, muy preocupado.

–Lo haré.

–Dile que se tome su tiempo, que no hay prisa.

Fue una larga noche. Matteo no pudo pegar ojo. Tuvo que
forzarla a beber, en ocasiones, y no pudo evitar recordar la larga enfermedad de Jazmín. A la una de la madrugada, Luna se despertó con un dolor de cabeza terrible y mucha fiebre. Él le pasó paños de agua templada por todo el cuerpo. No podía hacer mucho más y eso lo enfurecía. A las cinco, al fin, la fiebre cedió. Luna empezó a sudar y a gemir cada vez que la hacía beber un poco de agua.

–No me dejes –rogó ella, agarrándolo de la muñeca.

–Aquí estoy –le susurró él, acariciándola.

¿Pero durante cuánto tiempo iba a estar con ella?, se preguntó Matteo. Entonces, la verdad lo golpeó como una patada en el estómago. No podía permitirse amarla. El riesgo era demasiado grande. Ya había perdido a dos mujeres en su vida y no podía arriesgarse a que le volviera a pasar. Lo más cabal sería volver cuanto antes a su montaña, se dijo él. De todas maneras, había prometido protegerla. Se quedaría con ella hasta el final del rodaje. Ni un día más.

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Imposible Resistirse [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora