Luna se despertó justo antes de las seis.–Es hora de volver –dijo ella, apartándose el pelo de la cara.
–Tienes que comer.
–No tengo hambre.
–Una sopa, aunque sea –insistió él, preocupado por su mal
aspecto.–No puedo. No quiero perderme las horas de visita.
Fueron caminando al hospital. Luna se había cepillado el pelo y
se había hecho una cola de caballo. Parecía más joven y vulnerable que nunca.–¿Puedes examinarla para ver si los médicos van por el buen camino? –preguntó Luna en la entrada, deteniéndose un momento.
–No soy su médico. No sería apropiado –objetó él, encogiéndose de hombros.
–¿Y si ella lo solicita? Sería como una segunda opinión o algo así. Por favor, Matteo.
–Solo si tu madre quiere –contestó él. No podía negarle nada a esos ojos suplicantes.
–Querrá.
–Esperaré aquí para que podáis hablarlo en privado.
Mientras esperaba en el pasillo, Matteo adivinó que Luna
esperaba que hiciera un milagro. Pero él no sabía hacerlos. Cuando entró en la habitación, la señora Valente tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Luna asintió.–Dice que sí. Una enfermera viene para acá con unos papeles que tienes que firmar.
–Tendré que ver su historial.
Matteo sacó su pequeño maletín de médico, con el que viajaba a todas partes, y examinó a la paciente con atención. Frunció el ceño cuando la auscultó. Tenía una neumonía importante. Cuando terminó su examen, la señora Valente parecía muy incómoda. Por suerte, apareció una enfermera que le administró una medicación para el dolor. Mientras, Matteo echó un vistazo al historial.
Los resultados de los análisis de sangre eran alarmantes. Y el cóctel de medicinas que el médico le había prescrito encajaba con los nuevos protocolos de tratamiento. Matteo no vio nada raro, ninguna decisión de los médicos que pudiera poner en duda. Eso significaba que no podía darle esperanzas a Luna. Luna subió nada más recibir un mensaje de texto de Matteo, indicándole que había terminado.
–Bueno, ¿cuál es tu veredicto, doctor?
–¿Salimos un momento?
–Nada de secretos –protestó la señora Valente–. Me gustan las
verdades directas.–Lo entiendo –asintió Matteo–. ¿Por qué no tomas asiento, Luna?
Ella se sentó junto a su madre, en la cama. Las dos se dieron las
manos, mirándolo como si fuera un verdugo.–Dinos qué piensas –pidió Luna.
–Tu madre está muy enferma, como ya sabías. Está
respondiendo al antibiótico, aunque despacio. La buena noticia, señora Valente, es que cuando la infección haya cedido, no se encontrará peor de lo que estaba antes. Esto pasará.–¿Y el cáncer?
–Es lo que es. Las dos habéis hablado con el médico sobre su evolución. He visto las pruebas y el historial y no parece que se hayan equivocado en el diagnóstico. El tratamiento ha funcionado como se esperaba.
La expresión de Luna era difícil de descifrar.
–¿Estás decepcionada o contenta? –quiso saber él.
–Las dos cosas, supongo –admitió ella y se mordió el labio–. ¿Así que tú habrías hecho lo mismo que sus médicos?
–Sí.
–Entiendo.
–Lo siento –dijo él con el corazón encogido–. Me gustaría poder
darte otra respuesta.–Son buenas noticias, Luna –señaló, mirando a su hija–. Pronto, estaré como antes. Estoy decidida a ver los Oscar cuando te llamen para darte la estatuilla.
Una enfermera les avisó de que tenían que irse ya. Luna abrazó a su madre.
–Volveremos por la mañana.
–Si me sacan de cuidados intensivos, quiero que vuelvas a Antigua.
–No pienso dejarte –negó Luna, con cara triste.
Matteo se encogió por dentro. Él no había tenido tiempo para despedirse de su madre. Una mañana, se había sentado a desayunar con ella y, por la tarde, ella había desaparecido. No sabía si era mejor o peor saber que el final se acercaba.
–Hasta mañana, mamá.
Fuera de la habitación, Matteo la tomó del brazo.
–Tienes que cenar.
–Bien. Elige tú el sitio –aceptó ella sin oponerse.
Caminaron un par de manzanas y encontraron un restaurante
italiano que olía de maravilla. Aunque ella se mostró ausente y poco habladora, Matteo consiguió que se comiera media ensalada y un plato casi entero de lasaña. También le sirvió un poco de vino tinto.–Creo que deberías irte a tu casa –dijo ella, de pronto, con la mirada turbia–. Te he sacado de tu clínica bajo falsas pretensiones. No estoy enferma. Además, ya hemos filmado lo bastante como para que no puedan prescindir de mí en la película. Puedes irte mañana.