Once

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Buscó en su maleta unas zapatillas de correr y calcetines. Se quitó el camisón y se puso, de nuevo, los vaqueros.

Su dormitorio tenía un balcón que daba a un patio. No iba amolestar a Matteo. Sin duda, él estaría dormido ya, pensó y salió alexterior.

Tenía un buen sentido de la orientación. Por eso, se atrevería a explorar un poco. No iría hacia el castillo, pues podía ser descubierta. Prefirió dirigirse a la izquierda, subiendo y subiendo entre los árboles, hasta que se detuvo de golpe, asustada. Ante sí, tenía una peligrosa pendiente, apenas visible en la oscuridad de la noche. La tierra cedía bajo sus pies. Jadeante, se agarró a un árbol para no caerse.

Miró a su alrededor. El espectáculo era magnífico. Los sonidos del bosque la envolvían. No tenía miedo. También ella era un animal salvaje, pensó. Allí, el tiempo perdía todo significado. Inhaló el aroma de los pinos, llenándose los pulmones de aire puro.

Apoyó la mejilla en el tronco del árbol al que se había agarrado, sintiendo el duro contacto de su corteza. Aquello sí que era una experiencia espiritual, se dijo. Real. Su existencia estaba llena de actuaciones, de ilusión. Pero, a veces, era agradable recordar que el mundo era más grande que lo que Hollywood tenía que ofrecer.

Deseaba saber lo que tenía delante, pero la negrura de la noche se lo impedía. Pensó en quedarse allí, abrazada al árbol, hasta que amaneciera y, así, poder desvelar el misterio que tenía ante sí. Mientras ponderaba sus opciones, una voz masculina detrás de ella rompió su calma.

–¿Estás loca? –la reprendió Matteo, jadeante, irradiando calidez y seguridad de su fuerte cuerpo.

–No pretendía despertarte. No podía dormir.

–¿Querías tirarte por el precipicio?

–Tengo mucho cuidado –se defendió ella.

–Luna, estás a un metro de una caída de doscientos metros de
altura.

Vaya, pensó ella.

–Estoy bien. No te preocupes tanto.

Luna notó cómo él se controlaba para no estallar. La agarró,
separándola del árbol.

–Pisa con cuidado. Date la vuelta.

–Me gusta estar aquí. No quiero irme –repuso ella, aferrándose de nuevo al tronco.

–Soy tu médico. Estás helada y tiemblas. Ven aquí.

–¿O qué?

–O no hay trato.

–Eso es chantaje.

–Lo tomas o lo dejas.

Luna estaba cansada y helada, pero iba contra sus principios dejarse mandar de esa manera.

–Quizá, lo del trato haya sido una estupidez.

–¿Por qué? –preguntó él, malhumorado.

–Porque no debería sacarte de tu montaña. Es parte de ti.

–Deja que yo me ocupe de mi vida. Tienes tus propios problemas –replicó él y le frotó los brazos para calentárselos–. Damela mano.

Sin pensar, ella le dio la mano y se dejó llevar. Cuando estuvieron a salvo del precipicio, Matteo se dirigió a la casa, casi arrastrándola con él.

–¿Por qué tanta prisa? –protestó ella, deteniéndose–. Me gusta estar aquí fuera… contigo.

Matteo se detuvo con tanta brusquedad que Luna se chocó con él. De forma instintiva, la rodeó de la cintura. Ella se sumergió en su calor. Hacía un frío terrible en la montaña.

–No juegues conmigo –le advirtió él, poniéndose tenso–. No soy uno de tus amiguitos de Hollywood.

–¿Qué quieres decir?

–Puedes que estés acostumbrada a acostarte con todos los tipos que conoces, pero ese no es mi estilo.

Luna se apartó con un respingo.

–Eres un cerdo. ¿Qué te hace pensar que quiero acostarme contigo?

–Hay algo entre nosotros. No son imaginaciones mías –afirmó él en voz baja–. Eres sexy y me estás lanzando una invitación que casi ningún hombre podría rechazar. Pero voy a ayudarte, pues no quiero complicaciones. Luna. No necesitas que todos los hombres del universo se rindan a tus pies.

–Lo que dices es horrible –le espetó ella y lo empujó, haciéndole dar un traspié. Avergonzada y furiosa, se quedó callada. Sin embargo, de pronto, le aterrorizó pensar que él hubiera cambiado de idea–. Lo siento –gritó–. Sacas lo peor de mí. Por favor, no te enfades. Tengo muy mal humor.

–Ya lo veo –refunfuñó él.  Ella lo rodeó con sus brazos, presa del remordimiento.

–Lo siento. Prometí seguir las indicaciones del médico. Y lo haré, lo juro –aseguró ella y, como él no respondía, se puso de puntillas y lo besó. Los labios de Jacob no se inmutaron.

–¿Me perdonas? –repitió ella, nerviosa por su silencio–. Di algo–gritó.

–¿Alguien es capaz de negarte algo? –preguntó él, la tomó entre sus brazos y la besó–. Un día –murmuró contra su boca–. Solo ha pasado un día y ya me tienes loco –añadió y deslizó la lengua entre los labios de ella–. Ábrete para mí, Luna.

Ella obedeció al instante y gimió cuando él le mordisqueó el labio. Su cuerpo se derritió y le temblaron las rodillas. Matteo Balsano podía parecer un hombre de ciencia, un académico excepcional. Pero, detrás de esa fachada, era un hombre rebosante de virilidad. Estaba excitado y hambriento, dispuesto a darle una lección. El beso no terminaba nunca y Luna estaba cada vez más caliente.

–Matteo –jadeó ella–. Oh, Matteo.

Ignorando su plegaria, él le agarró del trasero, apretándola contra su cuerpo. Ella sintió su dura erección, mientras sus lenguas se entrelazaban con frenesí.

Estaban alcanzando el punto de no retorno. Luna, envuelta en los vapores del deseo, se dio cuenta de que debía ser ella quien echara el freno. Por eso, aunque le hubiera gustado dejarse llevar, pensó que era mejor defender su compostura y su decencia.

– No quieres esto –dijo ella, posando la mano en su pecho para apartarlo–. Para. Ahora.

– Claro que no –repuso él, sin soltarla.

Luna supo que convertirse en amante de aquel hombre sería, sin duda, una experiencia inolvidable. Pero él era un hombre íntegro. Y ella lo necesitaba para que la cuidara.

–Déjame, Matteo –pidió ella, tocándole la mejilla con suavidad–. Suéltame.

Él se estremeció y la soltó.

–No sé qué pensar de ti, Luna Valenre –señaló él en voz baja y confusa–. ¿Eres una princesita malcriada o una niña ingenua?

Ella tomó aliento y, perpleja, reconoció para sus adentros que ese hombre podía llegarle al corazón. Y hacerle daño.

–¿Y si no soy ninguna de las dos cosas? Las cosas no son blancas o negras. Existe una amplia gama de grises –replicó ella con un nudo en la garganta–. Quizá podemos empezar de cero.

–Hemos llegado demasiado lejos para eso. Pero te he hecho una promesa y pienso cumplirla.

–¿Aunque sea una promiscua caprichosa?

–¿Es lo que eres?

–Parece que eso crees tú. No seré yo quien te saque de tu engaño –se defendió ella y se cruzó de brazos, tiritando–. Es tarde. Voy a volver a la casa. Por favor, no te sientas obligado a verme por la mañana. Creo que es mejor que mantengamos las distancias.

  –¿Es eso lo que quieres?

 –No siempre podemos tener lo que queremos –respondió ella–. Buenas noches, doctor.

Imposible Resistirse [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora