Luna abrió los ojos despacio. Le dolía todo el cuerpo, como si le hubieran dado una paliza.–Lo peor ha pasado. ¿Crees que puedes comer algo? Tengo caldo de pollo caliente en la otra habitación.
Cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que estaba en la habitación de su suite. No tenía ni idea de qué hora era, estaba confundida. El reloj marcaba las siete de la tarde, tal vez, solo se había dormido un rato después del rodaje del día. Tenía recuerdos borrosos de Matteo a su lado, en la cama.
–¿Matteo? –llamó ella, un poco asustada. Él apareció de inmediato en la puerta. Estaba descalzo y tenía el pelo revuelto.
–Dime. ¿Estás bien?
–¿Qué ha pasado? –preguntó ella e intentó tragar. Tenía la boca muy seca.
–Has tenido un brote de malaria –repuso él con voz serena.
–¿Está bien ese reloj?
–Sí. Has estado fuera de combate un poco más de veinticuatro
horas.Cielos. Luna tenía el estómago revuelto, pero aceptó comer para no disgustar a Matteo.
–Tomaré algo de sopa, de acuerdo.
Algo había cambiado en Matteo, pensó ella y, tras unos momentos, se dio cuenta de qué. Él estaba actuando como un médico,
muy competente, pero muy distante. Matteo le trajo el caldo y la observó mientras comía, sentado en una silla a su lado. Por suerte, Luna pudo terminárselo, cucharada a cucharada.–He hablado con Rod –informó él de golpe–. Le dije que lo peor de tu enfermedad ya había pasado, pero que necesitabas descansar mañana. Me dijo que podías incorporarte pasado mañana.
Luna asintió.
–Tienes muy mal aspecto –comentó ella, tras contemplarlo un rato.
–Cuando duerma, estaré mejor.
–Yo me siento débil y tú estás agotado de cuidarme. ¿Por qué no nos acostamos ya?
Con el corazón encogido, Luna notó que él titubeaba.
–Esta noche, dormiré en el sofá, para no molestarte –afirmó él al fin.
–La cama es muy grande –insistió ella.
Entonces, recordó lo que Matteo le había dicho a su madre. No la amaba. Ni siquiera le tenía el cariño suficiente para dormir con ella. Era un hombre demasiado duro, sin ninguna debilidad.
–Descansa, Luna. Estaré en la otra habitación, si me necesitas.
Al día siguiente, Luna apenas vio a Matteo. Tras darse una ducha y dormir un par de siestas, se sentía mejor, lista para seguir trabajando. Durante varias jornadas, compartieron la suite como dos extraños, durmiendo en camas separadas. Al fin, terminó el rodaje. La fiesta de despedida iba a ser el viernes, antes de que todo el mundo
se fuera el sábado.El viernes por la tarde, Luna se dirigió a la playa, sumida en sus recuerdos. A pesar de todo lo que había pasado, sus días con Matteo habían sido idílicos. Como si lo hubiera conjurado con sus pensamientos, él apareció allí. Iba vestido con traje de chaqueta, impecable.
–Todavía es pronto para la fiesta –comentó ella.
–Tengo que irme a casa, Luna –informó él con los ojos puestos en el horizonte.
–¿Te vas? No entiendo. ¿Por qué tanta prisa?
–No tengo prisa –repuso él con gesto impenetrable–. Llevo mucho tiempo fuera. Mi trabajo me espera.
–Pero… –balbuceó ella y se detuvo–. Pensé que te quedarías hasta el final.
–Esto es el final –afirmó él y la besó en los labios con rapidez–. Adiós, princesa.
Matteo no encontró la paz en su laboratorio, ni en su montaña. Todo le hacía pensar en Luna.
No podía dejar de recordar su risa, su sentido del humor, su personalidad inocente y pragmática. Y su belleza. Por las noches, apenas podía dormir y se retorcía entre las sábanas soñando con poder tocarla. Dejarla había sido inútil. Tenía a Luna metida en la cabeza, en el corazón.Sus hermanos se dieron cuenta de que algo le pasaba, pero no lo presionaron. Dos meses después de que hubiera dejado a Luna en la playa, en una tarde lluviosa, Matteo fue a visitar la tumba de su madre, en un pequeño jardín en la ladera de la montaña. De pronto, sus hermanos Gastón y Pedro aparecieron entre la niebla.
–Tengo la sensación de que me estáis persiguiendo todo el rato–dijo él, frunciendo el ceño–. No os preocupéis, no tengo intención de volarme los sesos. Aunque haya echado mi vida a perder…
–Nunca es tarde para arreglar las cosas –opinó Gastón con gesto serio.
–Me he comportado como un imbécil y creo que le he roto el corazón a la chica más guapa del mundo. ¿Cómo voy a arreglar eso?
–¿La amas? –preguntó Gastón.
–Sí –reconoció Matteo con un nudo en la garganta–. La amo.
–Entonces, ve. Haz lo que tengas que hacer. Pero no sigas
esperando –le aconsejó su hermano, dándole ánimos.Cuando se hubo quedado a solas de nuevo, Matteo siguió cavilando lo idiota que había sido. Los muros detrás de los que había tratado de protegerse habían sido inútiles. No había en el mundo una armadura lo bastante fuerte para protegerlo de Luna. Ella le había ofrecido su alegría, su inocencia. Y él la había pisoteado. Peor aun, la había abandonado, dejando que creyera que no había sido más que una aventura.
Quizá, su vida de ermitaño no había sido más que una forma decobardía. La vida lo había marcado con la tragedia, en el pasado. Pero lo que estaba sufriendo en el presente era solo culpa suya. Luna debía de odiarlo, pensó. Pero, de todos modos, tenía que decirle lo que sentía. Ella se merecía saber que lo que había pasado en aquella playa de Antigua había supuesto un punto de inflexión también para él.
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