Diecisiete

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Matteo suspiró aliviado cuando Luna se levantó y se en caminó a la orilla. Conocía muy bien las técnicas de relajación para estimular el sueño. Sin embargo, había sido consciente del intenso escrutinio al que ella lo había sometido. Había tenido que echar mano de todo su autocontrol para no tener una erección.

Con los ojos entrecerrados, la contempló mientras ella caminaba por la orilla. Aunque su bañador era modesto, su cuerpo era todo exuberancia. Pero tenía la gracia de una primera bailarina. Era la feminidad personificada. La deseaba, reconoció Matteo para sus adentros. Y, a pesar de que era experto en negarse los placeres de la carne, un hombre tenía sus límites.

De todas maneras, si decidía romper su largo celibato con la tentadora Luna, solo podía ser algo físico. Para ella, sería lo normal. Además, sus vidas no tenían nada en común. Él era un científico introvertido, un hombre solitario que disfrutaba estando a solas con sus pensamientos. Luna era todo risa, ligereza y caos. A él le resultaba tentador abandonarse a su suavidad, a su extrovertido corazón. Podía llegar a convencerse a sí mismo de que no les unía ningún vínculo profesional. No habían hablado de dinero. Podía verlo solo como si estuviera echándole la mano a una amiga.

Aunque la explicación no lo convencía del todo, una dificultad aún mayor era la diferencia de edad. En su opinión, la gente se había aprovechado de Luna. Los hombres, en especial. Por eso, no quería bajo ningún concepto que ella pensara que quería cobrarse su ayuda en carne. Era una mujer demasiado joven. A pesar de la experiencia que
tenía en la vida, ¿era lo bastante madura como para decidir sobre una relación sexual sin futuro?

Preocupado y sin respuestas, Matteo se incorporó sobre un codo y entrecerró los ojos por el reflejo del sol en el océano. Luna estaba de espaldas a él, quieta. Parecía pensativa. O, quizá, solo estaba disfrutando de las vistas. Matteo se acercó a su lado, aunque se cuidó de no tocarla.

–¿Hay que arreglarse para cenar?

–Yo lo voy a hacer –contestó ella, mirándolo tras sus grandes
gafas de sol–. Puede que los demás lleven ropa informal, pero yo quiero causar buena impresión.

–¿Habrá baile?

–¿Es que te gustaría? –preguntó ella, atónita.

–Me gusta bailar. ¿Tan raro te parece?

–Hay que ver, doctor, no dejas de sorprenderme.

–Lo mismo digo de ti.

–Me muero de hambre. Vamos a por algo a la cocina.

–Le dijiste a Nina que íbamos a descansar. ¿Qué crees que
imagina que estamos haciendo?

–Quién sabe. Es un encanto, pero creo que le asusto un poco. ¿Tanto miedo doy?

–Sí, Luna Valente –repuso él–. Intimidas mucho. Pero, si la pobre Nina descubre que no muerdes, puede que se relaje.

–Eso espero.

Luna se agachó para recoger su toalla y sacudirla. ¿Lo hacía a propósito?, se preguntó él, sin poder apartar la vista de su trasero, apenas cubierto por el bañador.

–Me pido primero para la ducha.

–No es justo –protestó Luna, siguiéndolo por el camino a la cabaña–. Tú puedes usar la ducha exterior. Nadie va a espiarte.

–No me ofendas –bromeó él.

Luna se fue directa al dormitorio y él sacó de la maleta calzoncillos limpios y el neceser. Mientras se enjabonaba el pelo, se imaginó a Luna allí con él, con la piel resbaladiza por el jabón. En cuestión de segundos, su erección era impresionante y dolorosa.

Iba a ser una noche muy larga. Y, cuando regresaran a la casa, la cama iba a convertirse en un potro de tortura. Con los ojos cerrados, fantaseó con hacerle el amor, sumergiéndose entre sus tersos muslos y penetrándola en profundidad. Su fantasía fue cobrando forma, como el guion de una película…

Luna  se ríe de él, provocándolo, tentándolo.

–¿No sabes hacerlo mejor, doctor? He estado esperándote. Muéstrame cuánto me deseas.

Con un incendio entre las piernas, él la agarra de los glúteos, apretándola contra su cuerpo. Los dos gimen.

  –Eres muy hermosa. Increíblemente hermosa.

Con el rostro hundido entre sus pechos, le chupa un pezón, haciéndola gemir de nuevo.

–Vamos –grita ella–. Estoy cerca.

Él hace una pausa, sin aliento, echándose hacia atrás para retrasar la eyaculación.

–Querré hacerlo otra vez –promete él–. En cuanto hayamos terminado.

–Tendrás que pillarme primero –provoca ella, mordiéndole el cuello y llevándolo al clímax.

Matteo se miró la mano cerrada alrededor de su miembro, tratando de acallar un gemido al llegar al orgasmo. Cayó de rodillas sobre el suelo de la ducha, mareado y débil. Como su propia fantasía había predicho, seguía deseando poseerla. El agua le caía sobre los hombros. Cuando empezó a salir fría, se puso en pie y cerró los grifos. De pronto, le aterrorizó salir del baño. ¿Y si no podía contenerse y la lanzaba sobre la cama para tomarla como un loco?

Él había elegido el celibato para enterrarse en el trabajo y, así, olvidar su trágico primer amor. Después de la muerte de las dos mujeres más importantes de su vida, había perdido la capacidad de relacionarse con las féminas. Por eso, había preferido negarse a sí mismo el sexo.

Durante mucho tiempo, había conseguido tener toda su vida bajo control, encajando su futuro y su trabajo bajo rígidos parámetros. Sin embargo, la repentina aparición de Luna lo había cambiado todo y, de pronto, se sentía como un animal herido sin ningún sitio donde esconderse. Se secó y se puso la ropa interior. Cuando salió, se encontró con Luna fuera, esperándolo.

–Parece que no te preocupa mucho malgastar agua –comentó ella, observándolo con interés desde un sillón.

–¿Es que eres la policía del agua? –se defendió él.

Ignorando el hecho de que ella estaba por completo vestida y él, medio desnudo, Matteo se acercó a su maleta y sacó unos pantalones negros de vestir. Se los puso despacio, notando cómo ella lo observaba. Como tenía el pelo chorreando, se lo secó con la toalla antes de ponerse la camisa.

Imposible Resistirse [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora