–Lo siento mucho –susurró ella con tono sincero–. He oído algunas cosas sobre el sufrimiento de su familia. Pero, al conocerte, me impresiona más todavía.–Eso fue hace mucho tiempo –indicó él, encogiéndose de hombros–. Casi todo el mundo conoce nuestra historia. ¿Qué edad tiene?
–Veintidós.
Cielos. Ni siquiera había nacido cuando los Balsano habían padecido su gran tragedia.
–Le envié esa información por correo electrónico –le recordó ella, afilando la mirada–. En un informe muy completo de siete páginas.
–No esperaba verla tan pronto –confesó él. Había recibido el mensaje la noche anterior–. Y no he tenido tiempo de leerlo –añadió–. Tenemos más en común de lo que cree, señorita Valente. Mi familia ha sido perseguida por los paparazzi durante años, desde que mi madre y mi tía fueron asesinadas. Los asesinos no fueron capturados, por eso, de vez en cuando, la historia vuelve a saltar al ruedo.
–Lo siento –repitió ella–. También sé que debería haber esperado a que me llamara para darme cita, pero no tengo mucho tiempo.
–¿Tiene ya un diagnóstico? –inquirió él, presa de un miedo irracional.
Luna asintió, incapaz de dejar de dar vueltas por la habitación. Matteo la escrutó, buscando señales de una enfermedad terminal. Aunque estaba muy delgada, tenía buen color y no parecía que el cáncer hubiera dejado huellas en su cuerpo.
Al pensarlo, el médico se encogió de terror y trató de mantener a raya sus recuerdos del pasado.
–¿Sufre alguna adicción?
Ella se quedó petrificada. Se acercó a él despacio y se dejó caer en la silla.
–Cielos, va usted directo al grano, ¿verdad?
Separados solo por unos centímetros, él podía percibir el color verde de sus ojos. Su belleza era clásica, intemporal. Por desgracia, la mayoría de los directores de cine no sabían aprovechar esa imagen y la convertían en un ídolo sexual para sus éxitos de taquilla.
–No puedo ayudarla si no me dice la verdad.
Sin responder, Luna se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación de nuevo.
–¿Por qué se hizo médico?
Matteo tragó saliva, conteniéndose para no obligarla a sentarse y poder, así, inspirar su aroma.
–Cuando mataron a mi madre, lloré y le pregunté a mi padre porqué los médicos no hacían nada. Yo era pequeño y no entendía que había muerto al instante a causa de un disparo. Mi padre me dijo que nadie podía haberla salvado.
–¿Y usted no lo creyó? –adivinó ella con mirada compasiva.
–Era un niño –repuso él, encogiéndose de hombros–. En ese momento, decidí que sería médico para que otras familias no tuvieran que pasar por lo que nosotros pasamos.
–Qué bonito.
–Pero equivocado.
–No puede negar que es un buen médico.
–Los médicos no somos dioses, a pesar de lo que algunos de mis colegas crean.
–Si tanto duda de su profesión, ¿por qué sigue ejerciendo?
–Sé bien lo que es no tener vida privada y que el mundo entero
especule sobre tus seres queridos. Por eso, cuando puedo, ayudo a la gente que no tiene donde ir para recibir atención médica sin que los medios lo sepan. Cuando no estoy en consulta, mi pasión es investigar sobre la leucemia. Tengo tiempo y dinero para ello.–¿Por qué la leucemia?
–Cuando tenía siete años, mi mejor amigo era el hijo del hombre que se ocupaba de los establos. Se llamaba Nicolás. Le diagnosticaron leucemia y, a pesar de mi tío y mi padre lo llevaron a los mejores médicos y pagaron su tratamiento, murió con ocho años.
–Es muy admirable.
–Amo mi trabajo –reconoció él.
–¿Y qué pasa con las personas que son pobres y desconocidas?
–La familia Balsano hace grandes donaciones a la organización
Médicos sin Fronteras. Mi hermano Gastón y yo hemos construido varias clínicas aquí y en el extranjero. No le damos la espalda a los más necesitados. No tiene por qué sentirse culpable por recibir atención médica privilegiada en mi consulta.–Demasiado tarde –replicó ella con una sonrisa–. Soy una mujerzuela malcriada y promiscua, ¿no lo sabía? –apuntó con amargura.
–¿Le molesta el constante escrutinio de la prensa?
–Sí. Aunque debería estar acostumbrada, después de tantos años –señaló ella, nerviosa. Se secó las lágrimas que le saltaban con el dorso de la mano.
–Siéntese, señorita Valente, por favor –ofreció él, tendiéndole una caja de pañuelos.
–Llámeme Luna –invitó ella y se sentó.
Matteo trató de no fijarse en cómo la falda se le subía un poco, dejando al descubierto unos muslos esbeltos.
–Es un nombre muy bonito. ¿Te gusta tu trabajo?
–El trabajo perfecto no existe, doctor Balsano. Usted debería saberlo.
–Tiene razón –reconoció él y se recostó en su asiento, preguntándose si iba a ser capaz de ofrecer atención médica a esa mujer. Por el momento, solo podía pensar en el sabor que tendrían aquellos labios–. ¿Va a decirme por qué ha venido a Montaña Balsano?
–Hábleme de este lugar –pidió ella, haciéndose de rogar–. La casa principal parece un castillo.
–Es el lugar donde crecimos.
–Bastante impresionante. Está rodeado de acres de bosque salvaje. La carretera más cercana está a muchos kilómetros de distancia. No está mal.
–Fue una prisión para nosotros –admitió él y se mordió la lengua. No tenía por qué compartir sus sentimientos con sus pacientes–. Creo que debemos centrarnos en usted, Luna. Por cierto, puedes llamarme Matteo.
–¿Y si yo prefiero llamarlo doctor Balsano?
–Creí que la gente del cine huía de los formalismos –observó él, frustrado consigo mismo por lo excitado que estaba.
–Prefiero mantener las distancias con un hombre que puede que me vea desnuda.