Una mujer de rostro macilento descansaba en una habitación de hospital con los ojos cerrados. Luna se limpió las lágrimas.–Mamá. Soy yo.
Matteo observó a las dos mujeres mientras se abrazaban. Luna se inclinó sobre la cama, pues su madre estaba demasiado débil para incorporarse. El parecido era increíble. La señora Valente no tendría más de cuarenta y cinco años. Llevaba el pelo corto, castaño como el de Luna y tenía la misma estructura corporal que su hija.
–¿Qué te pasa, mamá? ¿Por qué estás aquí?
–Neumonía –contestó su madre, tosiendo–. El doctor dice que mi sistema inmune se ha debilitado por la quimioterapia. Pero estoy bien, pequeña. No tenías que haber venido.
–No digas tonterías. ¿Dónde iba a estar si no es aquí?
–¿Rodando una película? –replicó su madre con el mismo tono provocador que Luna utilizaba a menudo.
–No te preocupes por eso. Vamos muy adelantados.
–Estoy muy orgullosa de ti, mi amor –afirmó su madre, apretándole la mano–. Tienes talento y eres lista y dulce. La mejor hija que una madre podría desear.
–Ten cuidado –le advirtió Luna, secándose las lágrimas–. Voy a pensar que estás al borde de la muerte si empiezas a exagerar. Soy la misma que quemó las cortinas de casa y metió las piernas de Barbie en la tostadora.
–Tenías mucha imaginación. –Era incorregible.
Las dos mujeres se abrazaron y, durante un instante fugaz, Matteo recordó la imagen de su madre dándole las buenas noches. Era un recuerdo hermoso. Feliz. Pero no había tenido tiempo de disfrutar de su madre. Al pensar en Luna, se le encogió el corazón. La mujer que estaba tendida tenía poco tiempo de vida. Podía morir el día siguiente o dentro de una semana. Y no había nada que se pudiera hacer. La señora Valente levantó la vista hacia él.
–¿Es este el médico? –le preguntó a su hija en voz baja.
–Sí. En el rodaje piensan que es mi novio –repuso Luna–. Nadie
sospecha nada. Por suerte, he tenido muy buena salud.Su madre asintió, sin quitarle los ojos de encima a Matteo. Él se encogió.
–¿Puedes ir al quiosco y traerme el último número de People? –le pidió su madre a Luna–. Una de las enfermeras dice que salen fotos tuyas. Mientras, Matteo y yo podemos charlar y conocernos mejor.
Luna titubeó.
–Vete, Luna –ordenó su madre con autoridad–. Prometo no contarle tus secretos embarazosos.
–Ya conozco algunos –señaló Matteo, riendo. Luna se puso en pie y se dirigió a la puerta. Matteo le acarició el brazo y se percató de que ella estaba a punto de derrumbarse.
–Estaremos bien –le susurró él. Ella no respondió. Sus ojos estaban llenos de tristeza.
–Ahora vuelvo.
Cuando Luna hubo salido, Matteo puso una silla junto a la cama.
–No se ande con rodeos –pidió él, sentándose–. Dígame lo que le ronda la cabeza –añadió, adivinando sus intenciones.
–¿Mi hija dice la verdad? ¿Se ha curado de la malaria?
–No del todo. Podría tener recaídas durante el próximo año.
Pero, desde que llegamos a Antigua, ha estado muy bien.–Me estoy muriendo.
–Sí, señora. Ella me lo contó.
–Pero tú lo sabes de todas maneras, pues eres médico.
–No siempre pasa lo que los médicos prevén –indicó él–.
Depende de las ganas de luchar que tenga el paciente, de la medicación…–Eres un hombre inteligente. Pero se me acaba el tiempo. ¿Vas a ser tú quien se ocupe de mi niña cuando me haya ido?
La señora Valente no se anduvo con rodeos. Matteo se sintió presa del golpe de todas sus incertidumbres.
–Luna es una mujer muy fuerte. No necesita que un hombre cuide de ella. Pero seré su amigo, sí.
–¿La amas?
–La respeto y la admiro.
–No has respondido mi pregunta. Sí o no.
–No –repuso él tras un largo silencio en que todos sus traumas
lo acosaron al mismo tiempo–. No la amo. Pero juro que me ocuparé de que esté bien, pase lo que pase. Tiene usted mi palabra.Luna se quedó petrificada al otro lado de la cortina que cubría la habitación. Cuando había salido, se había dado la vuelta para preguntarle a Matteo si quería algo. Por eso, había oído parte de la conversación.
Él no la amaba. Un mar de desolación amenazó con tragársela allí mismo. Contuvo las lágrimas para no delatar su presencia. Al otro lado de la cortina, estaban las dos personas que más amaba y, antes o después, iban a dejarla sola. Intentó mantener la compostura. Matteo no la amaba…
Algo andaba mal, caviló Matteo . Al llegar al hospital, ella había
llorado, aceptando de forma sana la situación de su madre. Pero, desde que había vuelto del estanco, tenía una expresión extraña. Una enfermera les recordó que la paciente necesitaba descansar. Matteo le estrecho la mano a la señora Valente.–Coma. Descanse. Haga lo que le dicen.
–Lo haré, te lo aseguro –dijo y abrazó a su hija con ojos llenos
de pesar.Luna salió delante de él a toda velocidad. Decidieron quedarse en un hotel cercano al hospital, para visitar a la señora Valentr todo lo posible. Nada más entrar en su habitación, Luna se quedó dormida. Matteo vio la televisión sin volumen. Revisó su correo electrónico en el teléfono y mandó mensajes a sus hermanos y su padre.