Cinco

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–Céntrate, doctor. Ahí es donde entra en juego que seas minovio. Nadie puede saber que estoy enferma. Por lo que respecta al director y al equipo, tú y yo estaríamos saliendo. Si tuviera un nuevo brote, tú me cuidarías y te asegurarías de que estuviera fuera de combate el menor tiempo posible. Todos sabrían quién eres, por supuesto. No hay manera de ocultar tu apellido. Y tu profesión no tiene por qué ser un secreto. Pero nadie debe averiguar lo de la malaria.

–¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres muy fantasiosa?

–Todo mi mundo se basa en la fantasía –admitió ella–. Yo hago todo lo que puedo por no perder la noción de la realidad.

–Lo dices como si fuera un plan fácil –comentó él, meneando la cabeza–. Pero los hechos son los hechos, Luna. Yo no tengo talento para actuar.

–Tal vez, no –susurró ella, deseando poder seducirlo allí mismo–. Pero eres muy guapo. Eso y tus dotes de médico son todo lo que necesito.

Si había esperado avergonzarlo, fracasó. Matteo Balsano se quedó mirándola, sin dejarse impresionar por sus palabras.

–¿Qué te hace pensar que voy a considerar siquiera una proposición así? Tengo mi trabajo, Luna, mis investigaciones. ¿Por qué iba a dejarlo de lado?

Luna había aprendido a la tierna edad de dieciséis años que podía usar su aspecto y su sensualidad para conseguir lo que quería de la vida, sobre todo, de los hombres. Y, sin duda, podía ser un buen momento para poner en práctica alguna de sus artimañas de seducción. Sin embargo, la integridad que emanaba aquel hombre la impidió hacerlo.

–Por la misma razón que te convertiste en médico –repuso ella, encogiéndose de hombros y tirando su último cartucho–. Te gusta que te necesiten. Y yo te necesito, Matteo Balsano Solo a ti. ¿Me ayudarás?

                                ●●●

Para Matteo, era casi imposible seguir manteniendo su fachada de impasividad profesional.

Si Luna moría, lo que era posible si sufría una recaída grave, no podría perdonárselo. Al convertirse en médico, había jurado no hacerle daño a nadie. Si la dejaba salir por esa puerta, estaría violando sus principios y su juramento de velar por la vida humana.

Había visto la muerte de cerca demasiadas veces. Su madre, su novia, su amigo de la infancia. Por no mencionar a los pacientes que había visto fallecer mientras estudiaba medicina. Solo tenía una opción, a pesar de que sabía que era peligrosa. Si aceptaba, correría el riesgo de someterse a los impredecibles efectos secundarios que podía tener para su corazón el deseo que sentía por la deliciosa Luna Valente.

–¿Cuándo me necesitarías? –preguntó él.

–Dentro de diez días, más o menos.

–¿Y dónde será el rodaje? Por favor, no me digas que la película
de tus sueños tiene que hacerse en el corazón de la ciudad de Detroit.

–Has tenido suerte. Será en Antigua. Sol, arena, sangría…

–No bebo mucho. ¿Crees que eso será un problema… para dar
el pego?

–Nada de eso. Yo apenas bebo tampoco. 

Luna debió percibir su escepticismo.

–He alcanzado la edad legal para consumir alcohol en Estados Unidos hace solo unos meses y, en ese tiempo, no he tomado más que una copa de vino en las fiestas.

Luna era actriz, se recordó Matteo. Y muy buena. Representar el papel de joven inocente sería pan comido para ella. Sin embargo, él quería creerla. Y la creyó.

–Si aceptara, ¿durante cuánto tiempo tendríamos que estar allí?

Un brillo de esperanza se asomó a los ojos de Luna, provocándole aún más excitación.

–El director espera poder hacerlo en diez semanas y, luego, seguir en Los Ángeles. Las tomas de interiores se harán en un plató. Entonces, podrás volver a Montaña Balsano.

–¿Qué pasaría si enfermas al regresar a California?

Ella se encogió de hombros.

–Mi madre estará conmigo. Y tengo un par de amigas de confianza. Pero la verdad es que, a esas alturas, ni el director ni el productor podrían permitirse despedirme, después de haber rodado casi la totalidad de la película. No les quedaría más remedio que esperar a que me recuperara.

–Lo has pensado muy bien.

–Puede que no tenga una carrera, doctor, pero me he licenciado en la sabiduría de la calle. Ahí fuera, quien no aprende rápido, no sobrevive.

–No me comprometo a nada hasta que hagamos un examen médico completo. ¿Estás de acuerdo?

–¿Tengo otra salida?

La atmósfera estaba muy cargada. Matteo notó cómo la sangre se le agolpaba en las venas.

–No –negó él con decisión. Cuando estaba en juego la salud del paciente, lo tenía claro.

–Ya me han dado un diagnóstico –repuso ella, pálida, retorciéndose las manos.

–No importa. Tengo que hacerte mi propio reconocimiento. ¿Qué temes que encuentre?

Ella se puso tensa y levantó la barbilla.

–No tengo miedo de nada. Lo que pasa es que no me gustan los médicos.

–No me digas eso –replicó él, divertido por su reacción tan infantil–. No te haré daño, te lo aseguro.

–¿Y la aguja?

–¿Ese es el problema? ¿No te gusta que te saquen sangre? Tendré que hacerte un análisis, pero te prometo que tengo mucho cuidado cuando pincho a alguien.

–Me desmayé una vez cuando doné sangre para la Cruz Roja –confesó ella, nerviosa–. Me da vergüenza.

–Yo cuidaré de ti –afirmó él y se sorprendió a sí mismo por la profundidad de sus palabras–. En serio, Luna. No tienes de qué preocuparte.

–¿Tendré que quitarme la ropa?

A Matteo le subió la temperatura al instante. Luna desnuda bajo su techo. Por primera vez en su vida, tuvo ganas de poder llevarse a una paciente a la cama en vez de a la camilla. O, mejor aún, podía tomarla de pie, en el pasillo, pues no tenía paciencia para llegar al dormitorio.

La frente se le empapó de sudor.

Las manos le temblaron.

Imposible Resistirse [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora