Era increíble que me sintiera tan cómodo tenerla de copiloto. Estaba nerviosa, lo intuía, también la conocía. Tenía claro que le dolía aquello tanto como a mí. Pero que por una extraña razón, siempre acabábamos por necesitarnos.
- ¿A dónde te apetece ir? - le pregunté sacando un cigarro de la guantera
- Me da igual. Sólo quiero estar contigo - sonrió
- Eres fácil de contentar - le sonreí con naturalidad.
Quería llevarla a mi apartamento, con ansia, pero tenía miedo que creyera que la llevaba allí para otros menesteres.
- Calabaza - le dije - ¿Confías en mí?
Oí su melodiosa risa - ¿A estas alturas de la historia me lo preguntas?
- Contesta - me burlé.
- Confío más en ti, que en mi misma, Jota - remató, haciendo que un extraño hormigueo me acelerara el corazón.
Ella siempre sabía cómo hacerlo temblar.
Durante varios minutos, nos limitamos a escuchar una canción que sonaba en la radio, mientras ambos íbamos perdidos en nuestros pensamientos más internos. No necesitábamos hablar para hacerlo todo cómodo. Eso era lo maravilloso de todo. No buscábamos conversaciones de besugos para sustentar el momento, o para que el tiempo acabara cuánto antes. Porque no lo necesitábamos.
Aparqué el coche bajo el portal de mi apartamento. Quería enseñarle mi casa, dónde había estado construyendo mi futuro cercano. Quería verla perderse por ese pequeño apartamento para cuándo me encontrara perdido, recordara lo que era tenerla por mi casa. Parecía patético, pero durante muchos años había soñado con eso.
- ¿Estás bien? - preguntó calabaza acariciando mi mano.
- Sí - le sonreí saliendo del coche
Debía controlarme. Por ella.
Miranda se limitaba a seguirme por los pasillos de aquel edificio. Se miraba de vez en cuándo en alguno de los cristales y sonreía con naturalidad a los vecinos con los que nos encontrábamos. Antes de cruzar la gran puerta blanca, la miré con impaciencia, queriendo saber qué rondaba en sus pensamientos, pero nunca ha sido fácil de leer para mí en determinados aspectos.
- ¿A qué esperas para enseñarme tu casa? - preguntó con sorna.
- ¿Ya sabías a dónde veníamos?
- Sí.
Abrí la puerta dejándola entrar a ella primero, y como un pequeño duende cotilla miró cada rincón de mi apartamento cómo si de uno de sus nuevos libros se tratara, con ansia y delicadeza.
Intuía que vendría con algo de hambre, por lo qué, para calmar mis miedos, me dirigí a la cocina para cocinar algo. Apenas vivía aquí los fines de semana, pero algo podría encontrar en la nevera o el almacén. Pasta. Arroz. Carne. Había de todo.
- ¿Qué te apetece cenar? - le pregunté mientras la veía apoyada en el gran cristal de la cocina. Sonreí. También era mi estancia favorita de la casa. - ¿Por qué no sales al balcón?
- Jason, vives en un quinto, es de noche y estamos en Enero - dijo mirando con una sonrisa su reflejo en el cristal - Quieres que me enferme ¿verdad?
Reí con ganas sabiendo que sólo ella podía darte una contestación así, y quedarse tan tranquila.
- El apartamento es precioso
- Apenas vengo los fines de semana. No me gusta mucho dejar a Tana sola.
- ¿Cómo está? - preguntó dándose la vuelta y enfrentándome.
- ¿Lo dices por el ingreso de mamá?
Asintió
- Mañana se lo diré - suspiré sabiendo lo difícil que sería para ambos verla marchar de esa forma, tan estúpida y tan drástica. Pero Tana era una niña. Una niña que no merecía perder su adolescencia ni sus sueños por quedarse con una madre como la nuestra - Y el miércoles sale su avión. De verdad, calabaza, gracias - dije mirando al suelo. Aún me costaba agradecerle todo lo que hacía por mí. No sólo el dinero. Miranda era luz en medio de la oscuridad.
- No tienes qué agradecerme nada, Jason.
La creía.
- Ahora necesito que cocines esa pasta que me muero de hambre - dijo en broma. Ambos sabíamos que había salido con eso, simplemente para borrar el resto de las lágrimas que tenía en sus mejillas.
- Pasta será para la bella dama - sonreí.
Cocinaba escuchándola tararear, sabiendo que rebuscaba por mis cajones para colocar la mesa. Era todo tan banal y tan natural que me sorprendía a mi mismo con la familiaridad que me hacía sentir todo aquello.
Isabelle se limitaba a darse una ducha, a sentarse a la mesa refunfuñando sobre lo que había cocinado, para después toquetearme de cualquier manera, algo que hacía ponerme a tono. Nos acostábamos y ella se despedía hasta el día siguiente. Un fin de semana, tras fin de semana.
Media hora después, uno en frente del otro, reíamos y hablábamos sobre cosas sin sentido, sin mirar el reloj y sin saber muy bien cómo habíamos llegado a ese punto.
- Creo que debería irme - dijo Miranda tras finalizar la cena - Estaba todo buenísimo, Jason.
- ¿Por qué no te quedas? - lo dije sin pensar.
Isabelle ese día no vendría, ya que estaba dándose una sesión de masaje facial para al día siguiente madrugar para ir a las rebajas.
La vi dudar. Sabía que estaba teniendo una pelea con su yo interior tan grande como la mía, pero rezaba para qué la parte más irracional le dijera que se quedase allí, conmigo. No quería deshacerme de ella tan rápido
- Sí - sonrió - Tendré que quedarme ya que tras beber unas copas de vino, no puedes conducir - Pero si quién se había tomado dos copas de vino blanco había sido ella. Sonreí. Se estaba dando ánimos y una contestación ridícula a ella misma.
- Sí. Creo que en mi estado no puedo conducir, y debas quedarte
- Por supuesto. El agua con gas, te sentó fatal, Jason. No recordaba yo eso de ti - sonrió con simpatía.
Tenía claro que iba a ser una noche larga y compleja para ambos.
Me daba igual. La tenía a ella. Para mí. Toda una noche. No necesitaba más. Se podía terminar la tierra tras la puerta de mi apartamento, que yo, seguiría mirándola a ella juguetear con sus dedos nerviosa.
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Déjame caer contigo.
Novela JuvenilMiranda regresa a la ciudad para comenzar sus cursos en la universidad que soñó de niña, sabiendo que allí ya nada será como cuándo se fue, empezando por sus amigos. Sabe que ya no es la misma niña que se fue por miedo a no encontrar las respuestas...