CAPÍTULO 1 CUAUHTÉMOC

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Aparco el auto, apago el motor pero vuelvo a colocar las manos en el volante, el estacionamiento está lleno. Respiro lento, todo el camino acá pensé que esto no era más que un sueño, una mala broma; y sí que lo es, es una pésima broma de la vida. Mis ojos se humedecen, miro por el espejo retrovisor, tengo las mejillas rojas y los ojos hinchados, he llorado en repetidas ocasiones del viaje. Golpeo el volante y pego un grito, siento que mis lágrimas arden, corren rabiosas; respiro lento. Frente a mí, veo la casa, la gente entra en ella, más y más gente, ¿de dónde ha salido tanta gente? Siguen entrando más y más, no creo que ésa casa resista a tantas personas. Más y más, la rabia me vuelve, si tantos le conocían, dónde estaban, ¿dónde estaba yo?

      Veo por el retrovisor lateral a mi papá, el cuerpo encorvado, un cabello más corto y plateado, la cara la tiene hecha surcos como yo mi corazón, va vestido de negro y me hace una seña para que salga. Camino hasta él, mi padre me acomoda la corbata, no nos decimos nada, no hay mucho de qué hablar aquí, no hay nada que se pueda arreglar ya. Caminamos hacia la casa, sólo somos otro par de hombres de negro.

      Es extraño estar en casa y no sentirse aquí a la vez. Hacía dos años que no pisaba Toluca, sus calles, sus edificaciones rústicas, su comida, nada tenía color ni sabor, el cielo estaba gris y en mi mente había una tormenta. Todos estamos sentados en las banquillas del salón, crisantemos, rosas, claveles y gladiolos adornan el ataúd café oscuro, por encima de la corona fúnebre una enorme fotografía de Diego solapaba nuestros corazones.

      Así que aquí estamos, todos reunidos para dar nuestras condolencias pero siento que la fotografía de Diego me mira a mí, juzgándome con sus ojos secos e inmóviles, no me gusta su fotografía, se mira tan sonriente, tan feliz. ¿Quién estaría feliz de morir? De morir como murió Diego, la familia me pidió dar unas palabras pero me rehúse, Diego era mi amigo, mi primer confidente, ¿qué diría? Qué no supe ser un amigo, qué no pude hacerlo feliz, qué no supe amarlo, qué no estuve para protegerlo. Su esposo Marcos —ahora viudo—, está al lado del ataúd para dar unas palabras, es alto y moreno, lleva un arete de argolla en la oreja izquierda, recuerdo tres años atrás cuando se comprometieron.

      Nos reunimos en una cena de amigos, tenía año y medio de no ver a Diego, aunque hablábamos todos los días (o bueno, él siempre llamaba, yo a veces respondía). Durante la cena, Marcos se arrodilló para pedir su mano, recuerdo haber sentido celos, pensar en lo enamorados que estaban, en el futuro que iban a formar, envidié eso. La boda transcurrió meses más tarde y yo puse una excusa para no ir, mandé mi regalo y mantuvimos contacto aunque era menos cada vez (Diego ya no llamaba tan seguido), ambos teníamos ocupaciones diferentes.

La policía dijo que Diego y Marcos salieron a un antro gay para celebrar el mes del orgullo gay, bebieron un poco y salieron por la madrugada, Marcos olvidó su billetera dentro, así que volvió a buscarla, Diego esperó ahí afuera, llevaba glitter plateado en los ojos y una playera blanca que rezaba: "Orgulloso de ser Yo", encerrada en un arcoíris. Tres chicos estaban del otro lado de la acera, se acercaron a él, los testigos pensaron que todos eran amigos, al principio oyeron las risas del grupo pero no notaron que la expresión de mi amigo no era de comodidad, entonces llegó el primer golpe, tan rápido y tan fuerte que le rompió la nariz a Diego al instante, la gente gritó y miró pasmada ante el desfile de golpes que recibía mi amigo.

      Marcos llegó y arremetió contra el trío, recibió un par de golpes igual, uno de los chicos lo tomó por el cuello y estampó su cabeza contra un coche, noqueándolo. El mismo sujeto sacó una navaja, caminó hasta Marcos pero Diego se interpuso, la suave y silenciosa cuchilla se deslizo por su piel blanda, una y otra vez, recibió cinco puñaladas en el abdomen. La vida se vacío por su cuerpo; cayó encima de su esposo, pintándolo con su sangre.

      Diego falleció ahí, inerte. No hubo últimas palabras, un último beso, no hubo miradas, ni culpables, murió deseando poder amar como los demás, porque le tocó vivir en un tiempo donde algunos no reconocían su amor como el de cualquier otro humano. Nosotros, bueno, esperamos que estos chicos no maten de nuevo.

El ataúd es levantado en los hombros de varios hombres, incluidos su padre y Marcos, pido permiso a uno de los ayudantes para unirme a la caravana, sentir el peso de la madera sobre mi hombro hace que todo sea más real, estoy cargando a mi amigo muerto, los recuerdos que tengo de él empiezan a pasar frente mis ojos también.

      La ceremonia concluye como cualquier otra, hay llanto, silencio y ropas negras. Recuerdo lo estúpido que decimos siendo jóvenes, sobre que esperamos una fiesta, ropas vivas y alegría en nuestro velorio pero eso no pasará porque no es una fiesta sin nuestros seres amados, no hay alegría en la muerte.

Ya en casa de mi tía Chela, no tengo lágrimas para seguir llorando. Recuerdo como Diego y yo nos descubrimos, cuando me confesó sus sentimientos pero yo no pude verlo más que como un amigo, un hermano, cuando partí a Oaxaca y él vino en mi auxilio cuando todo se complicó, mi recuerdo favorito era uno doloroso de una situación cómica, pues había recibido dos fuertes golpes, Diego fue víctima de una pelea de celos contra Aristóteles.

      Aristóteles.

      Hacía mucho tiempo que no pensaba en ése nombre, en aquel amor juvenil; mi primer amor. Aquella noche, nuestra última noche, la recuerdo con dolor, fue la última vez que lo vi, nunca pudimos despedirnos, de eso ya habían pasado diez años.

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