CAPÍTULO 4

532 53 18
                                    

Pasó un mes y no hubo señales de Aristóteles, las peores teorías se dieron, secuestro, asesinato pero ninguna de estas era real. En verdad parecía que Aristóteles lo había tragado la tierra y no volvería a escupirlo, seguí llamándolo pero nadie atendía, nadie sabía nada.

      El camino de Aristóteles por la música fue muy breve y casi nadie lo recordaría. Siguió siendo la noticia durante los próximos cuatro meses hasta que dejó de ser atractivo, Aristóteles pasó a la historia como la breve estrella que se perdió.

      Estoy dormido en cama, sueño en un mejor lugar que este, sueño que descanso en los brazos de Aristóteles, que está aquí conmigo, ahora, que nunca me ha dejado, que no desapareció sin dejar rastro. Me despierta el vibrar de mi celular, tengo una llamada entrante de un número desconocido, descuelgo el teléfono.

      —Hola Temo —dice una voz alegre del otro lado de la línea.

      Yo caigo de la cama, envuelto entre mis sabanas, ¡es Aristóteles! Vuelvo a tomar mi celular que se ha quedado arriba en la cama.

      — ¡¿Ari?!

      —Sí menso, soy yo.

      —Ari —digo aliviado—, ¿dónde estás? ¿Qué pasó?

      Él suspira del otro lado, deja mi corazón pendiendo de un hilo.

      —Lo que pasó fue que tuve tiempo de pensar las cosas Temo —trago saliva—. En estos días me di cuenta de muchas cosas, Temo. Cosas que sigo sintiendo— mis manos tiemblan—. Y ya sé lo que quiero. Ya sé con quién quiero luchar contra todo.

      Mi corazón salta al colchón, la sangre se cuela por el orificio en mi pecho pero no importa, podría sobrevivir con esas palabras, estaré bien con su amor.

      —Te elijo a ti, Temo López.

      Ahogo un grito, las lágrimas de felicidad están cayendo por mis mejillas y no puedo hacer que paren, está bien, está bien llorar por él.

      —Ari, yo, yo también te elijo a ti, Aristóteles Córcega.

      De pronto me vuelvo a sentir completo, me siento alegre, me siento capaz, pero recuerdo algo importante.

      —Ari, ¿pero dónde estás? Todo el mundo te está buscando.

      —¿Por qué no te asomas por la ventana?

      Corro al marco, del otro lado de la calle esta Aristóteles, ¡Aristóteles! Está al lado de un teléfono público con el auricular al oído, me dedica una sonrisa, yo le dedicaría el mundo entero, me saluda con una mano y yo hago lo mismo pero de manera torpe, siempre actuaba torpe para él.

      —¿Puedo entrar? —pregunta.

      —Claro que sí. Sí, sí, Aristóteles. Ya bajo.

      Salgo a toda prisa del cuarto, corro escaleras abajo hasta la entrada, abro las puertas de par en par, todas las puertas están abiertas para él, caigo en cuenta que ha estado desaparecido durante varias semanas, debe sentirse fatal, además del hambre. Corro a la cocina para calentar algo de comida que haya quedado de la cena, aún no ha llegado al umbral de la puerta, saco todos los recipientes que hayo dentro del refrigerador y los meto al microondas, sirvo un vaso de agua, debe tener sed también, voy a tomar unos platos y cubiertos de la alacena cuando me sorprendo al ver a mi padre frente mío.

      —Cuauhtémoc —dice con voz soñolienta—, ¿qué estás haciendo?

      —Preparo la cena para Aris, papá —digo burlándolo para tomar los platos.

      —¿Qué?

      —Ari, papá. Ari está aquí.

      —¿Aristóteles? —repite mi padre, sigue muy dormido.

      —Sí papá. Acabamos de hablar, está cruzando la calle.

      —¿Hace cuanto fue eso?

      Mis manos se congelan, mi corazón tiembla, sé lo que está insinuando pero sólo quiere fastidiarme, le encantan las bromas de mal gusto.

      —Él habló conmigo papá, ¿de acuerdo?

      Sus ojos se llenan de lágrimas, yo siento una punzada en el estómago, él no puede tener la razón, no la tiene.

      —Hijo, Aristóteles se fue.

      —¡No papá! Mi madre se fue, Rebeca se fue pero Aristóteles no.

      Empieza a llorar con intensidad y yo me arrepiento de verdad por lo que acabo de decir, mis ojos también lloran, ¿qué estoy haciendo?

      —¿Por qué me dejó papá? ¿Por qué?

      Él me cubre en su abrazo, lloro sin consuelo por una respuesta, lloro hasta que se me seque la tristeza.

      —No sé hijo, pero aquí estoy para ti.

      —Me duele papá, me duele mucho. Ya no quiero que me duela.

      Sus manos tocan mi cara, la levantan para mirarlo a los ojos.

      —Siempre te va a doler, Cuauhtémoc. Te seguirá doliendo hasta el día que lo sueltes, entonces calmaras tu dolor y empezaras a sanar.

      Pero no quiero soltarlo, es una rara línea entre no querer olvidarlo y olvidarlo también. Y por eso fue que el problema se expandió.

Seguí asustando a todos. Unas noches los despertaba con mis gritos, otras los asustaba actuando como un sonámbulo frente la puerta abierta, esperando a un fantasma. Afirmaba ver a Aristóteles por mi ventana, hablar con él en mis sueños y siempre que decía esto lastimaba a mi padre.

      Grecia intento tratar mi tema pero no me mostré muy cooperativo, me dio antidepresivos, mi cuerpo tenía que acostumbrarse a ellas pero no lo hizo, en los meses siguientes no vi ninguna mejoría, fue entonces que Grecia le propuso una ayuda diferente a Susana que a su vez convenció a mi padre de que era la mejor manera, creo que nunca antes las había odiado tanto como ese día, Grecia y Susana me llevaron con una psiquiatra, Evelyn. Ella quería que yo expresara mis emociones, hablara de mis sentimientos pero yo no quería hablar, no quería contarle a nadie de Aristóteles, lo mío con él era cosa nuestra. Evelyn me recetó antidepresivos más fuertes, estuve un año medicado hasta que poco a poco fui notando una mejoría, mi autoestima estaba de vuelta arriba, me sentía lleno de vitalidad, con ganas de hacer muchas cosas pero no dejaba de sentir algo roto en mi interior.

      Más momentos difíciles llegaron con el paso de los meses, seguía sin saberse nada de Aristóteles, la policía comenzó a investigar, evidentemente fui parte de la investigación también, había sido su novio por cinco años, me sentí tan vulnerable cuando me cuestionaron, quería declararme culpable, yo lo había alejado, era mi culpa. Aristóteles sería olvidado, escuché todos los días el cómo me hablaba de la música, de lo feliz que le hacía cantar, todo su trabajo se perdería, era tan triste que ni siquiera podía pertenecer al club de los veintisiete, sólo era uno menos.

      Por otro lado su viudo productor no perdió tiempo, se hicieron conciertos por él, su último disco fue un éxito en ventas, aquí en México, Estados Unidos y hasta Francia, su mayor éxito había sido su catástrofe, me molestaba que su popularidad llegara después de su desaparición. Había gente que llevaba veladoras afuera de su casa, aunque su madre nunca levantó una tumba, no aceptaba la idea de pretender que su hijo estuviera muerto, compartía ese pensamiento con ella, podía sentirlo, en mi tatuaje, en mi corazón, sabía que Aristóteles estaba haya afuera aunque nunca regresó.

La PromesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora