CAPÍTULO 4 CUAUHTÉMOC

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Despierto solo. No recuerdo a qué hora me quedé dormido. Recuerdo a Aristóteles en la recepción, su hombro chocaba con el mío, me daba calor, luego él estaba mirando al mar desde mi ventana, se sentó conmigo en la cama, recuerdo haber tocado sus cicatrices, haberle hablado de Ricardo, haberlo besado después, sentí un repiqueteo en el estómago, que el azúcar se me bajaba. Luego todo se nubló, estaba perdido besando unos labios inmóviles, Aristóteles se apartó de mí, se fue, dio un portazo sin decir nada, me quedé ahí parado con la voz entrecortada, sin saber qué acababa de pasar. Tal vez yo me había propasado, no debí contarle que estuve casado, sólo quise ser sincero, pensé que aún había algo, que podíamos retomar lo nuestro pero ahora entendía que era un sueño banal, estúpido de mí y mi corazón.

      Salgo a la playa, los rayos de sol calientan mi cuerpo pero aún siento frio dentro de mí, camino por la orilla del mar, me siento en la arena fresca, miro la inmensidad del mar, imagino su profundidad, su silencio, es monumental pero justo ahora me parece inferior a mi dolor. Me pongo en pie, camino hacia delante, mis pies se mojan con el agua que llega hasta mí, me adentro más a él, me entrego completo. Ahora sólo existimos mi soledad y el mar.

      Al regresar al hostal, Juan, el recepcionista, se levanta ansioso de su silla y me ataja aprisa, me mira con ojos exaltados y una sonrisa de oreja a oreja.

      —Señor Cuauhtémoc.

      —Dime Juan.

      —Tiene una llamada perdida. Un hombre lo estaba buscando, se llama Aristóteles.

      Las punzadas se vuelven cañonazos, siento como mis comisuras se levantan como las de Juan.

      —Dejó un número —dice, dándome un papel con el número apuntado en tinta negra—. Que le regrese la llamada en cuanto pueda o él volverá a llamar más tarde.

      Al llegar a mi habitación ni siquiera cierro la puerta de la prisa que tengo, me siento en la silla de la estancia, desdoblo el papel y marco el número escrito en el. Tres timbrados pasan para que descuelgue el teléfono.

      —Hola —me saluda la voz de un hombre desde el otro lado.

      Me quedo callado, un calor me sube por la espalda, me calienta la cabeza, no es la voz de Aristóteles.

      —Hola —repite.

      —Hola —me animo a decir—, ¿quién habla?

      —Ulises —aprieto la mandíbula—. ¿Quién es usted?

      —Disculpe, creo que me equivoque de número.

      «Idiota».

      —No, no, no, no —alcanzo a oír una voz de fondo, escucho una protesta y después su voz—. ¿Cuauhtémoc?

      Es su voz, es Aristóteles.

      —Hola, perdona, no quiero interrumpir.

      —No interrumpes, tonto.

      —Estás ocupado con Ulises —digo sin ocultar mi tono molesto.

      —Oye, se me ha acabado la pila del cel y Ulises tiene teléfono de casa —se explica, puedo imaginar a Aristóteles sonreír burlonamente, del otro lado de la línea, mientras yo me siento como un pendejo encelado—. Pero Ulises es sólo un amigo —dice, haciendo énfasis en la última palabra.

      Me levanto de la silla, camino por el cuarto dando vueltas, ninguno habla, me muerdo el labio.

      —No sé cuántas veces más tengo que disculparme —digo.

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