CAPÍTULO 5

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Ari me lleva de la mano por el parque, con la otra carga una cesta que lleva atada una manta de cuadros morados y blancos, llegamos a una zona en picada, el sol aún no se pone y las farolas siguen encendidas. Ari coloca una manta en el césped para sentarnos sobre ella. Ha terminado su gira nacional, su nuevo productor lo ha felicitado ha sido exitosa, recalcó que le depara un gran futuro a la carrera de Aristóteles, me siento muy feliz de que al final haya encontrado a alguien que lo catapultara sin intentar ocultar quién es, ni a mí, como aquel hombre que quiso que Ari mantuviera su preferencia sexual en privado, que me escondiera. Su madre Amapola, dejó el puesto como manager de Aris cuando el señor José entró en escena, era indudable decir que tenía mejor experiencia y aunque ella siguió tomando las decisiones de mayor peso cuando Ari cumplió la mayoría de edad decidió dejar que se encargara de su carrera él mismo.

      Me alegraba bastante ver cómo se acomodaba pieza por pieza su mundo, aquel donde se veía cantando para grandes masas en espacios enormes. Pero muy en el fondo también me pone algo celoso, no me gusta verlo partir, podría confesar que quizá soy algo controlador pero Ari es mi mundo y me pone muy triste ver que se va, saber que saldrá cada vez más seguido, que se ausentara por meses, no es algo que me motive mucho pero es algo que tendré que aceptar, no seré yo quien detenga la carrera de Aristóteles, debo guardar mis inseguridades para mí.

      Por la mañana, Ari se ha despertado muy temprano, para cuando me levanté yo (le costó y sigue costando trabajo a mi papá aceptar que Aristóteles duerma en mi misma cama, pero es lo que toda pareja normal hace, además no es como que Ari y yo seamos una maquina de sexo; todas las noches) y bajé a la cocina, lo vi metiendo zumos de uva sobre la cesta de picnic, después amarrar una manta en un extremo.

      —¿Qué haces Ari? —pregunté y aunque no dice nada sé que lo he asustado porque ha pegado un salto—. ¿Y el milagro de que estés despierto tan temprano?

      Hacía dos días que había regresado a Oaxaca y honestamente lo único que habíamos hecho era dormir, comer y volver a dormir.

      —Ah, pues por ninguna razón en especial, pero ponte unos zapatos, quiero que me acompañes a un lado.

      —¿A esta hora? —eran las seis de la mañana—. ¿A dónde?

      —Ya lo verás. Sube por tus zapatos.

      —No Ari, ni me he bañado —protesto.

      Él pega su nariz a mi axila y aspira fuerte, yo doy un paso hacia atrás entre risas, me ha dado cosquillas, Ari entorna los ojos y resopla.

      —Yo creo que mi hombre huele de maravilla.

      Pasa sus manos por mi cintura, me acerca a él, le doy un beso sin poder contenerme, cada que lo tengo frente a mí todo alrededor desaparece, pierde importancia, sólo quedamos él y yo.

      —Sólo dices eso porque es verdad.

      Reímos los dos, ahora él me besa, pongo mis manos sobre su cara, pegándolo más a mí.

      Ahora estamos en este parque con el sol asomándose por el Este, la vista es hermosa, el cielo tiene esos toques rosados con nubes blancas, Ari está sentado a mi espalda, forma un círculo con sus piernas alrededor de mí, dejo mi cuerpo caer, acomodando mi cabeza sobre su pecho, nos quedos ahí sentados a ver el amanecer. Guardo este momento en mi mente, sé que lo recordaré por siempre. Aristóteles me había regalado muchos recuerdos valiosos en mi vida (claro está que no todos eran alegres), el primer momento que me regaló fue el haberlo conocido aquel día, cuando tocó a mi puerta con ese pastel, él habló pero yo no oí, no escuchaba nada, sólo un repicar de campanas, de pronto todas esas historias ridículas sobre sentir mariposas en el estómago cobraron sentido, pensé que eructaría unas cuantas, Ari siguió hablándome pero yo sólo quería quedarme ahí parado a atesorarlo por siempre.

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