CAPÍTULO 2

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Cuando me despierto pienso que todo ha sido un sueño, que estoy en CDMX, velando la memoria de mi amigo Diego, esperando que den las once para ir a trabajar donde siempre con la rutina de siempre pero no es así. Por el ventanal del cuarto entra la luz del sol, esta no es mi habitación y ciertamente no es CDMX, así que salto de la cama, recuerdo los abrazos que nos dimos Aristóteles y yo anoche, la melodía que entonó, sus ojos rasgados. Prometió venir hoy más tarde para enseñarme el pueblo, así que sin más entro a darme un baño.

      Aún no puedo creer que haya encontrado a Aristóteles en un lugar como este, tiene sentido que haya buscado un sitio exiliado donde nadie voltearía a buscar, pero por qué exiliarse. Al principio de todo esto pensé que lo habían secuestrado, nunca me comentó que alguien lo hubiera amenazado pero yo no había estado con él por dos meses, tras nuestra ruptura, pudo haber pasado cualquier cosa en ese tiempo, ya se le había captado bebiendo de más, quizá ofendió a la persona equivocada o debía dinero a alguien. Después, con el paso de los años me pasó la idea de que estuviera muerto pero nunca lo quise aceptar, sería muy duro para mí seguir, pensando que Aristóteles estaba muerto.

      Anoche sentí sincera molestia con Amapola, y es que ocultar un secreto tan grande como este era radical. El país entero hablaba sobre Aristóteles y su paradero, los noticieros y revistas divulgaban teorías día con día, mientras que Amapola sabía toda la verdad, llegué a hablar con ella un par de veces cuando Aristóteles desapareció, quería saber cómo lo llevaba, no me presenté ante ella, no me atrevía, pero todas esas veces pudo notar mi preocupación, me estaba volviendo loco pero no le importó, mintió, nos mintió a todos. Respiro hondo, no apruebo lo que hizo pero también es cierto que no soy madre o padre, mucho se dice del genuino sentimiento, de la sobreprotección que le das a un hijo, Papancho hubiera hecho lo mismo por mí, seguro. Y yo también había hecho locuras por Aristóteles en el pasado.

      Una vez término de cambiarme miro mi reloj de mano, faltan veinte minutos para que dé la hora acordada con Aristóteles, más arriba de mi reloj está mi tatuaje, la marca de un amor juvenil, de un amor perdido. ¿Qué estoy haciendo? Me pongo a sudar, un nerviosismo como serpiente repta sobre mis piernas y clava sus dientes de angustia en mi pecho. Ya debería haber llamado a todo mundo, anunciado que Aristóteles está bien, está sano (en parte), ¡está vivo por lo menos! Tomo mi celular decidido, esto ya no se trata de mí, ni de nosotros, no, ya no hay un nosotros; pero tampoco se trata de mí, es por él. Anoche me contó parte de la historia, caigo en cuenta que no me conto cómo terminó aquí, ¿cuánto tiempo lleva aquí? Debe ser un buen rato si el hombre en la cantina lo llamó por un apodo, "Guille". Si descuelgo el teléfono estaré violando su privacidad, no me corresponde. No puedo hacerle esto.

      Decido esperar afuera con el aire caliente, Aristóteles va quince minutos retrasado pero sé que vendrá, o en realidad espero que lo haga, de lo contrario sería indicio de que he perdido completamente la cabeza e iría yo mismo a internarme al psiquiátrico más cercano. La cabeza me taladrea, así que no lo oigo llegar hasta que me habla.

      —Hola Cuauhtémoc.

      Me levanto aprisa, es Aristóteles, lo sé porque lleva la misma ropa de anoche pero ahora no carga con la gorra ni su guitarra, su cabello rizado cae por todos lados, hay remolinos en algunos puntos, imagino que me concentro mucho en su cabello porque lo cubre con una mano.

      —Se me hizo tarde, lo sé, lo siento. Me quedé dormido y después intenté peinar este greñero.

      Ríe y yo con él. Me despabilo.

      —Entonces, ¿nos vamos?

      Asiente con una sonrisa de oreja a oreja.

Caminamos de nuevo al pequeño pueblo, en el camino Aristóteles me habla de los lugares más populares de por aquí y en cuáles toca más seguido, me dice también que tiene otro trabajo en un taller mecánico, eso me deja muy sorprendido, nunca imaginé a Aristóteles trabajando como mecánico, dice que necesita de dos trabajos para poder pagar la renta, no me extraña de él, desde que lo conozco Aristóteles ha tenido mil trabajos con tal de valerse por sí mismo.

      Cerca del muelle hay taxis de sitio, Aristóteles me hace subir a uno para llegar a San Blas, un municipio más grande que está a media hora de ahí. Al llegar a San Blas, noto la diferencia de ciudad, hay más edificios y turistas, hay un gran hotel en el centro y una feria, así que decidimos ir. Nos pasamos la tarde en los juegos mecánicos y de destreza, primero vamos al dragón, después al juego de botellas, pasamos a disparar a patos de hule, nos subimos a una pequeña montaña rusa para niños, nos lastimamos el cuello en los carritos chocones (ya no somos unos niños), cerramos con una partida de reventar globos que desde siempre ha sido mis juegos favoritos, pero nadie gana está vez, ya somos muy viejos y nuestra puntería se ha atrofiado. El sol comienza a guardarse y decidimos ir a cenar.

      —Te has vuelto pésimo —me dice Aristóteles.

      —Tú no te has vuelto mejor —replico.

      —Te recuerdo que yo siempre ganaba los premios por ti.

      Cuando conocí a Aristóteles nuestra primera salida fue a la feria en Oaxaca, una de muchas, en todas esas él ganaba y cedía su premio para mí. Nada igualaría a la primera vez que me dejó escoger el premio, escogí una pequeña alcancía negra, fue su primer gesto por mí, una acción que me causó mucha ilusión de que entre nosotros pudiera haber algo más que amistad. Se intensifico ese anhelo cuando días después fui recibiendo más y más señales, estaba seguro que entre Aristóteles y yo había algo más que sólo amistad, que podríamos llegar a ser mucho más que dos personas individuales. Cuando volvimos a salir, está vez para celebrar nuestro triunfo en las competencias de básquetbol, me decidí por declararle mi amor en aquella banca en Oaxaca.

      —Cuauhtémoc.

      —Sí, sí —digo, volviendo a caer de golpe en el presente.

      Él sólo sonríe.

      —Recuerdas, que nuestras primeras salidas eran en la feria.

      —Sí —responde sin dejar de sonreír—. Aquella primera vez nos llevamos un regaño de nuestros padres por la hora que regresamos.

      —Cierto. Preocupé mucho a mi papá.

      —¿Cómo están Pancho y las calcomanías, Susana?

      —Grandes todos. Papá y Susana siguen juntos, ellos se encargan de la maquiladora y mis hermanos mayores y yo estamos al pendiente de los cosméticos.

      —Entonces, ahora eres todo un hombre de negocios.

      —Ni tanto, no me mezclo mucho en eso. No es mi fuerte. Lupita se prepara para ser maestra y Julio para adoptar mi puesto en la empresa.

      —Todo cambia tan rápido —dice.

      Regresamos al pueblo, Aristóteles insiste en acompañarme hasta el hostal pero declino su oferta, no hace falta, puedo seguir en este taxi.

      —Pero, ¿nos vemos mañana?

      Él me mira apenas un momento pero parece eterno. Asiente.

      —Me parece haber visto anunciada una buena película —digo.

      —Usted quiere abusar de mi tiempo, señor López.

      Ambos reímos.

      —De acuerdo. Pasaré puntual por ti está vez.

      Se baja del auto y mete la cabeza por la ventana.

      —Te veo aquí mismo a la misma hora. Así no caminas tanto.

      Asiente y cerramos con un apretón de manos.

      Cuando llego al hostal, me desplomo sobre la cama, agotado física y mentalmente, pasar tiempo con Aristóteles es agotador en todos los sentidos. No sólo se trata de vivir el presente, cada cosa que hacemos es un recuerdo del pasado, un pasado bello, que ya no existe. Medito sobre las palabras de Aristóteles en la cena: "Todo cambia tan rápido". En nuestra segunda cita alberga un recuerdo triste y desgarrador para mí, pues en aquella banca confesé mi amor por él, un sentimiento que no fue correspondido. Aristóteles me dijo que no podía corresponderme porque él no era gay, más tarde me dijo que estaba confundido, que no sabía qué sentía por mí. Luché día con día contra el coraje, el dolor de verlo todos los días, de que no me viera como yo quería, que no me tomara, que no me quisiera. Fueron meses de esperar y desesperar, hasta que él dio el primer paso y me pidió ser su novio en tan extravagante propuesta. Luché por tenerlo y aun así después lo perdí.


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