CAPÍTULO 8

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Despierto aún en casa de mi tía Chela, sólo he pasado una noche aquí en Toluca, aunque me parece una eternidad, hoy el día está más soleado, es como una predicción esotérica, que el día después del entierro el cielo se ilumine por haber recibido a un Ángel, me consuelo con ese pensamiento, creer que Diego está en un mejor lugar. No sé si creo en el cielo y el infierno, es decir, cuando era chico sí, ¿pero quién no? La educación básica en toda casa es cristiana, se nos enseña a creer que buenas acciones representan ganarse el cielo mientras que malas acciones merecen un castigo como ir al infierno, los padres usan mucho la frase: «Diosito te va a castigar». Pero no hay una muestra mayor de cómo funciona ese mundo, claro está que durante nuestra adolescencia dejamos de creer con vehemencia en lo prometido por nuestros padres, pues el juego del bien y el mal es mucho más complicado del que nos contaron.

      Me preguntaba, ¿qué malas acciones podría haber hecho Diego? ¿Qué llevó a Dios a tomar la decisión de que muriera? Más importante, de una manera tan poco humana. Pero entonces saldría el comentario de siempre: era gay. La palabra gay era un sinónimo de infierno, una forma de abreviarlo, en la cultura mexicana, los gays eran como el niño no deseado que por haberlo descuidado se desvió, pero su camino siempre podía reformarse de manera violenta y si esto no era conseguido entonces la muerte era la mejor opción que la vergüenza por tener un hijo raro. Ser gay en México no era fácil, decían unos, pero, ser gay en el Mundo era aún más difícil. Si la vida de mi amigo fue condenada por su homosexualidad, entonces quién condenaría a Dios por dársela, porque la gente ha crecido pensando que ser gay, lesbiana, transexual o tener cualquier otra preferencia sexual es moda o algo que se aprende, se contagia, pero es mucho más complicado que eso, por más difícil de creer.

      Yo era una persona gay, no por un programa de televisión, no porque un tío, primo, amigo o desconocido me hubieran tocado o peor aún violado, no era gay por moda, ni porque me gustaba el estilo de Lucas, hermano de Sharpay Evans en High School Music. No estaba siendo gay por nadie. Sólo era yo mismo, en mi interior hay un sentimiento de profundo amor por otros hombres, no es malicia, no es morbo, es el más puro y genuino cariño, de sentir que me besan, que me toquen, pero también de que me hablen, de sentirme seguro, de ser feliz. Quiero a otros hombres, no porque quisiera almacenar anécdotas de cómo era coger con ellos y al igual que toda la diversidad que existe, también era capaz de amar a uno sólo. A mi Ari, mi siempre amado, mi siempre llorado amor. No sé adónde vaya el alma de Diego pero cual sea su lugar, espero que encuentre más paz de la que halló aquí.

      Me levanto de la cama, la ropa que usé en el entierro está perfectamente doblada sobre una silla al lado de la cómoda, el único habito que adquirí después de mi divorcio con Ricardo fue su organización, era mucho más limpio y cuidadoso a la hora de ordenar mis cosas, hubiese sido de mejor utilidad usarlo durante mi matrimonio «tiraré esa ropa». No la quería conservar, para qué querría el traje que usé en el velorio de mi mejor amigo, camino hacia el baño, hoy tengo una cita con mi padre, me ha pedido verlo en un restaurante de paso al que me llevaba de muy chico a desayunar, antes me daré un buen baño, siento que huelo a tierra mojada.

Dentro del restaurante, todo sigue intacto, una de las cosas que más me gustará de este lugar es su decoración, el establecimiento estaba montado en una especie de remolque con sillas plateadas en una barra larga, había una serie de mesas con sillones enfiladas al lado de las ventanas por donde se filtraba la luz natural, nuestra ventana apuntaba a una rotonda, los autos pasan formando un círculo alrededor de un campo de variadas flores, me encantan las flores, en especial los girasoles —y sabía que era todo un cliché por eso—, las meseras atendían con un uniforme verde menta con mandil blanco, muy al estilo ochentero, así era la esencia de este lugar, un paro en el tiempo, un bucle, aquí me volvía a sentir niño, no tenía preocupaciones. Comemos el plato de hot cakes que hemos pedido, acompañado de malteadas, la mía de chocolate, mi padre de fresa.

      —¿Qué tal el trabajo? —pregunta mi padre.

      Ha estado extraño desde que llegamos, me mira como si fuera a romperme, sé porque lo hace, sé lo que piensa.

      —Mucho trabajo, estamos por sacar la nueva colección de labiales y aún estamos midiendo el presupuesto para la campaña publicitaria. Ya sabes, lo de siempre.

      Él asiente, pero me sigue mirando con esos ojos de lástima.

      —Estoy bien papá.

      —¿Seguro? —deja su plato para erguirse en su asiento—. Mira hijo, no quiero que te sientas responsable por esto también. Tú no has tenido la culpa de nada.

      «¿Por qué yo no lo veo así?»

      —Es muy triste lo que le pasó a Diego, pero no había nada que tú o yo pudiéramos hacer para evitarlo.

      —Lo sé papá —respondo sin interés.

      —Sólo no te culpes de esto.

      Sigo comiendo, ignorando su último comentario, sólo quiero terminar e irme de esta ciudad, volver a mi fastidiosa rutina, a mi vida normal.

      —¿Tuviste pesadillas?

      Aprieto la mandíbula, imagino que alguien en casa debió escucharme, ni yo estaba seguro de qué había soñado aunque esta mañana cuando desperté el nombre de Aristóteles rondaba por mi cabeza, un nombre que hacía años no recordaba.

      —No papá.

      —¿Seguro? Tu tía Chela escuchó...

      —¡Pues escuchó mal! —digo golpeando la mesa, ganándome las miradas despistadas de todos en el restaurante—. Estoy bien. No hay nada malo en mí.

      Vuelvo a concentrarme en mi plato, pero sólo he estado comiendo por comer, esta vez, este lugar no me sabe como antes, la harina me sabe a tierra, la mantequilla a lodo, mi estómago gruñe, amenaza con devolver la comida. Mi padre ya no me mira, mueve su comida sin ánimos y ahora yo me siento como un idiota, sé que se preocupa por mí, sé que no quiere verme como antes, despertándome en mitad de la noche, afirmando a ver visto fantasmas, quiero contarle que sí tuve un sueño pero no una pesadilla, sino un recuerdo, recordé las risas que me dio mi mejor amigo, el daño que le hice a Ricardo, pero sobretodo que recordé a Aristóteles, sus besos, sus canciones, su sonrisa y lo feliz que me sentía a su lado, ¿podía confiar en él para hablarle de esto? Después de todo era mi Papancho, ¿no? Él me escucharía, buscaría la forma de apoyarme, como siempre lo ha hecho.

      —A Susana y a mí, no nos gusta que estés tan distanciado hijo —lo miro a la cara, tiene los ojos enjugados.

      —Sabes por qué decidí mudarme en primer lugar papá —digo con naciente enojo—. Estoy bien, papá. En serio.

      —Sabes que cuentas conmigo, ¿cierto hijo?

      Puedo decirle. ¿Puedo? No quiero tener que volver a tomar esas pastillas, no quiero que nadie me medique, no quiero sentirme como antes, no quiero depender de las medicinas.

      —Papancho —veo su afligida mirada, hacía una eternidad que no lo llamaba así—, yo, yo... Soñé con Aristóteles, y con Ricardo, y con Diego. Toda la situación hizo que recordara viejos momentos, pero no tuve pesadillas. Sólo los estaba recordando, es como dicen, recordar es vivir.

      —Sí, sí, hijo —me dice con lágrimas en los ojos.

      —Es sólo que hubiera querido ser un mejor amigo.

      Terminamos el desayuno sin decir nada más.

      —Hijo, Susana y yo estuvimos pensando, necesitas unas vacaciones.

      —Imposible papá, te digo que hay mucho trabajo.

      —Pues sí pero trabajo tendrás toda tu vida. Aún eres joven y atractivo, deberías estar relajado y no preocupándote por el trabajo.

      —No lo sé papá, sabes que no...

      —No te exijo nada ni te forzare. Pero al menos dime que lo pensaras, un cambio de aire, como cuando te mudaste a la capital te puede servir. Tomar un poco más de sol. Al menos prométeme que lo pensaras.

      Regresé a casa con aquella promesa.

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