CAPÍTULO 2 CUAUHTÉMOC

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Ha pasado una semana desde que llegue a CDMX, mis papás estaban esperando mi regreso junto con mis hermanos, me organizaron una fiesta de bienvenida junto con otros amigos, le agradecí a todos, pasamos la tarde platicando y comiendo, hubo cervezas pero di la noticia de que ya no bebería, me lo debía. Aunque estaba de verdad agradecido por la asistencia de mi familia y amigos no tenía muchos ánimos de celebrar, no había razones para hacerlo, le había apostado a un viejo amor y había perdido como siempre, en el camino me mentalice para guardar este episodio de mi vida, volvería con mi terapeuta para que me diera nuevas medicinas pero por ningún motivo podía compartir lo que viví en estos días con Aristóteles, lo había traicionado ya una vez, respetar su privacidad manteniendo oculta su morada era el mayor detalle que podía darle. Mi padre (con ese don tan propio de los padres) notó que algo no iba bien conmigo, me siguió hasta mi cuarto.

      —¿Está todo bien hijo?

      No se necesitan mayores palabras, empiezo a llorar, corro a abrazarlo, me siento más roto ahora que cuando me marché. Al final no resistí las ganas de contarle todo a mi Papancho, era el único en quien podía confiar, él era quien me había aceptado a pesar de todo, se sentía orgulloso de mí, estaba ahí para mí.

      Él y Susana decidieron quedarse por unos días a cuidar de mí, mi padre no contó nada a Susana pero temía que pudiera lastimarme yo mismo. Una semana me tomó decidir. Salí a dar un paseo por la ciudad, pasé por el aeropuerto, no me di cuenta cuando ya estaba aparcado en el estacionamiento del aeropuerto, me quedé ahí sentado a ver los aviones partir, eran grandes e imponentes máquinas que desafiaban el cielo, surcaban el cielo contra todo pronóstico y te llevaban a sitios nuevos, lugares asombrosos por descubrir. Cuando llegué a Oaxaca una etapa de mi vida había comenzado, conocí a Aristóteles, lo amé y más tarde lo perdí, en CDMX reescribí una historia para mí al lado de Ricardo, pero lo estropeé también, ahora sentía que esta ciudad ya no tenía nada.

      Casi se les saltan los ojos a mis padres cuando les conté que me iría de la ciudad, me bombardearon con preguntas, sé que estaban preocupados pero mi decisión era inamovible.

      —¿Y a dónde hijo? —me preguntó mi padre.

      —Sudáfrica.

      Si antes estaban sorprendidos ahora tuvieron que sentarse, sonaba alocado pero no podía quedarme en México sabiendo que Aristóteles estaba aquí y que yo no pudiera abrazarlo, besarlo o hacerle el amor. Así que empaqué todo, renuncié a mi puesto en la empresa, vendí la mitad de los muebles, doné otros, el departamento sería traspasado a uno de mis hermanos, a él le dejaría mi viejo piano. Compré mi boleto, partiría en tres días, mi padre intentó persuadirme día con día para que no me fuera pero la decisión estaba tomada, no había más para mí aquí.

      He venido a recoger mis últimas cosas de la oficina, mi padre me ha estado llevando a casa en su auto estos últimos días, así que lo espero fuera del edificio con una caja de cartón en los brazos, él llega en su auto negro. Conduce hasta mi departamento, al llegar ahí se gira en el asiento para verme a la cara, ha sido un viaje de mucho silencio.

      —¿Estás seguro de querer hacer esto Temo?

      —Sí papá —repito algo irritado, ha preguntado eso tantas veces—. Mi vuelo sale mañana.

      Él asiente.

      —Sólo no quiero que te vayas creyendo que es lo mejor y en realidad estés huyendo.

      Pero sí estoy huyendo. Huyo de Aristóteles, decido escapar de aquí en lugar de hacerme cargo de mi propio dolor, trabajarlo, sanarlo.

      —No papá.

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