Aquella noche no pude dormir.
Si no recuero mal, aunque quizás la memoria me falle, la pasé en el viejo desván de mi casa, mirando por la claraboya del techo con la esperanza de vislumbrar una lluvia de fugaces que nunca llegó. Encogido en un rincón, abrazando mis piernas y en completo silencio.
No quería que llegara el amanecer.
Pero al final fue inútil y los primeros rayos de luz comenzaron a derretir la nieve de los tejados.
El reloj de la pared dio las seis de la mañana. Alguien llamó con delicadeza a la puerta y la abrió.
Sentí el olor de mi madre acercándose a pasos lentos pero decididos, y, no mucho después, ella se sentó a mi lado y me abrazó. En silencio. Largo rato. Hasta que encontró palabras para romperlo.
―Tenemos que ir a A'Marna, Eliha ―anunció―. Él querría verte a su lado.
Dos lágrimas se escaparon repentinamente de mis ojos, como espíritus invisibles. Tropezaron con el dorso de mi mano afanándose por limpiarlas.
―Él querría estar vivo ―maldije con rabia.
Me abrazó más fuerte, y no pude evitar que mi llanto se intensificara.
―Era lo único que me quedaba ―balbuceé con mi corazón a punto de partirse.
―Lo siento, mi amor ―No fui el único que lloró en ese momento, por primera vez, la voz de mi madre flaqueó.
Sabía que ella había visto morir a muchas personas que amaba, a muchas de las que más amaba, y, sin embargo, siempre los recordaba con alegría y con afecto, como si solo la estuvieran esperando en otro lugar. Pero yo no sabía si creía en otro lugar.
―No he visto ninguna fugaz, mamá ―admití, angustiado.
―Yo tampoco ―concedió.
Después suspiró y se levantó, enjugándose las lágrimas del rostro.
―Tienes que ducharte y desinfectar esos rasguños, no querrás aparecer así en el funeral ―Me dijo, mientras se encaminaba hacia la puerta, a paso firme―. Hoy es un día amargo para todos, Eliha. Pero por más que así lo queramos, el mundo no se detendrá un segundo por cada muerte. Debemos celebrar y asumir que tendremos que vivir desde este momento también por ellos. Con la cabeza alta, y sin olvidar lo que somos.
Asentí. Aunque me corroyera la rabia, sabía que tenía razón.
No tardé mucho en seguirla escaleras abajo y meterme en el baño. Dejé la pila de piedra a la izquierda y la letrina a la derecha, y caminé con decisión hacia la pared del fondo, en donde se emplazaba el hueco de la ducha de madera, a ras de suelo, sin división física con el resto del espacio, y tan solo iluminado con una ventana en el techo de la estancia.
Me fui quitando la ropa por el camino. Completamente ensangrentada.
Accioné el botón del agua, fría como el hielo en una mañana de invierno. En extramuros no había agua caliente, pero eso forjaba el carácter. Los inviernos fríos a la lumbre del fuego y con el agua helada golpeándonos en la cara cada mañana eran como los habitantes de aquel lugar. Corazones acorazados de puertas a fuera, que combatían a los demonios unidos para cumplir con su misión en el mundo, pero se volvían blandos y acogedores de puertas adentro, incapaces de dejar de sentir por mucho que vivir doliera.
Agnuk lo había sabido bien.
Me quedé largos minutos bajo el chorro de agua fría, dejando que los restos de la sangre se fueran por el desagüe y tratando de aplicar ungüento desinfectante en las heridas que pude. Sabía que tan pronto atravesara las puertas de mi casa tendría que fingir que todo estaba bien.
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SLADERS (I). UN CAMINO BAJO LAS ESTRELLAS [COMPLETA]
Paranormal"Eliha tiene dieciséis años, aunque ni siquiera sabe si cumplirá los diecisiete. Le gusta matar, o al menos eso se dice, para poder seguir matando. No quiere creer en las viejas historias que subyugan a la realidad en la que vive. Pero sabe que la...