A los pocos días comprendí que Rinc era un sujeto peculiar. El interior de la cabaña se convirtió en mi recamara, porque eso era: una única habitación con una cama, una mesa, un librero y un armario. No contaba con baño ni cocina. Vivía la vida lo más apegado a la naturaleza posible, incluso pareciendo más un Ypres conservador que un Arcturus guerrero. Disfrutaba cazando la comida del día para luego cocerla en una fogata, se aseaba en un río cercano y dormía en el suelo bajo las estrellas junto a su perro. Tuve que adoptar sus costumbres, exceptuando lo último.
Alegaba que para entrenarme primero yo debía entrar en contacto conmigo misma. No solo de manera parcial como muchos lo estaban, sino ser consciente de cada aspecto de mi ser. Alejarse de los artilugios de la civilización y recuperar antiguos hábitos estimulaban la conexión cuerpo-alma. Éramos Hijos de Diana después de todo, parte del bosque y de la noche.
Fue difícil cambiar mi rutina. Aunque hacía tiempo me había excluido de los demás, incluso de Paula, al principio me hicieron falta las comodidades de la modernidad. La electricidad, los condimentos de la comida, el ruido de las personas. Rinc era un hombre de pocas palabras y su can era tan silencioso como él.
Temí que la soledad del exilio se volviera la oportunidad para que los pensamientos sobre Drake me atacaran. Sin embargo, Rinc se encargaba de enseñarme su mundo, aún indeciso acerca de aceptarme como alumna o no, y me daba tareas diarias para demostrar mi determinación. Me enfrascaba tanto en hacer las cosas bien, que en un abrir y cerrar de ojos anochecía, era hora de dormir y el castaño no cruzaba por mi mente.
Lo mejor había sido honrar los deseos de Arthur. La experiencia sin dudas me haría más fuerte.
—Después de comer te echas el ungüento que preparé para las heridas en tus manos —dijo Rinc sacando la pequeña olla con agua hirviendo del fuego.
Ya el sol se había ocultado y los tres estábamos sentados alrededor de la fogata esperando la cena.
—Gracias. Es que trepé muchos árboles por tus huevos —repliqué algo apenada por tener manos delicadas—. De todas maneras en unas horas sanarán.
—Nunca está de más ayudar la sanación de la diosa un poco.
Con un trozo de madera transformado a mano en una espátula, colocó los huevos sancochados en los platos del mismo material. Al lado de ellos puso una serie de bayas y hierbas comestibles, recolectadas esa mañana. Mientras me pasaba mi porción, no pude evitar posar mi atención de nuevo en el tatuaje color terracota y con forma de media luna en su muñeca.
—Sé que no es de mi incumbencia, pero tengo curiosidad, ¿qué significa tu tatuaje? Sé que los Arcturus se tatúan según alguna habilidad especial.
Se metió un puñado de bayas a la boca y se quedó con la vista fija en mí, con la misma intensidad que cuando lo conocí. Solía hacerlo a lo largo del día, clavaba esos ojos dorados que parecían capaces de interpretar hasta el más mínimo movimiento de mis músculos faciales. Yo me esforzaba por sostener la mirada, tratando de no ceder ante la incomodidad. No obstante, siempre terminaba abatida. Lo alentador era que cada vez la disputa se extendía unos segundos más.
Mi conteo mental se detuvo cuando no pude continuar. Logré mejorar dos segundos. Resignada a no obtener respuesta, empecé a comer en silencio.
—Era un guardián cercano al alfa, por eso tengo el tatuaje —replicó sorprendiéndome.
—¿De Manuel Harcos?
—Y también lo fui de su padre. Mi labor era especial.
—¿Por qué? ¿Qué hacías? —inquirí aprovechando de conocer un poco más sobre sus misterios.
Su expresión me dio aires de no estar dispuesto a relatarlo. De hecho, ya había dicho demasiado por una noche. Miró hacia el cielo estrellado y lo imité. A los instantes, una estrella fugaz cruzó por el firmamento.
—¿La viste? —pregunté emocionada. Era la primera que veía en mi vida.
Asintió, depositando el plato vacío en el pasto. Acarició la cabeza de su compañero, quien acababa de terminar de comerse su ardilla, cazada por él.
—Era guardián de la lanza —explicó luego de un breve momento.
Su regreso a mi pregunta de antes hizo que me olvidara de la línea de luz y me concentrada de nuevo en él.
—¿De la lanza del alfa?
—No. Era el guardián de la lanza de las mil noches, un arma que le perteneció a la mismísima Diana. Sus ninfas la hicieron para ella con la madera del árbol donde solía descansar y una roca del inframundo. La leyenda dice que puede revivir a los muertos.
Nunca supe por qué decidió contarme sobre la lanza. No sé si fue porque tomó la estrella fugaz que pasó como una señal divina de que era el momento para revelar uno de los secretos que guardaba, o si simplemente sintió la necesidad de hablar con alguien al respecto luego de tantos años de autoexclusión. Después Arthur me contó que cuando la esposa e hijo de Rinc murieron en una batalla contra los vampiros, él eligió retirarse a esa cabaña. Renunció a su título como uno de los mejores guardianes y espías de los Arcturus, especialista en el arte del engaño.
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La Desertora | Trilogía Inmortal I [COMPLETA]
Loup-garouVanessa regresó para salvarlo, sin imaginar que quedaría atrapada en medio de una lucha de poder, envuelta en más mentiras y rodeada de traidores. *** El pasado siempre regresa y Vanessa lo tuvo claro el día que decidió huir. Fue consciente de que n...