32 "Editado"

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Emma

Atravesamos la autopista sin sobrepasar el límite de velocidad pero aún así el camino se me hace muy lento. Las ganas que tengo de encerrarme con Alberto entre cuatro paredes y durante muchas horas van creciendo con cada nuevo kilómetro que recorremos con rumbo hacia la sierra. 

Casi no hablamos durante todo el recorrido, solo dejamos que la música que sale por la radio nos envuelva convirtiendo el silencio en uno cómodo y manejable, pero aún así, aunque las canciones que salen sean clásicas y relajantes, mi pierna no puede estarse quieta y se mueve de arriba a abajo de forma frenética por los nervios y ganas que tengo de llegar. 

Suelo enfrascarme en la carretera y en los coches que vamos adelantando durante todo el camino, pero no puedo evitar mirar a Alberto cada dos por tres y quedarme embobada por la manera tan natural y tan segura que tiene de conducir. Es como si al mirarle pisar el embrague, cambiar de marcha y girar el volante a la vez fuera lo más fácil del mundo. Yo no tengo carnet de conducir, siempre he pensado que teniendo transporte urbano cerca de mi casa para llevarme a los lugares que necesito ya tengo suficiente. Soy muy de pensar que si cojo el autobús público no contaminaré tanto el planeta. O eso o que me da miedo ponerme delante de un volante, pero nos quedaremos con lo primero que he dicho. 

El caso es que Alberto al volante está para comérselo con patatas. Seguro, concentrado, acariciando la palanca de cambios como si fuera la rodilla de una mujer, y me encanta cuando frunce el ceño por algo que estará pensando mientras conduce. Se ha quitado la americana que casi siempre utiliza como chaqueta y el jersey marrón de cuello de pico le queda como un guante poniéndome más difícil que pueda apartar la mirada de él, y cuando se remanga para enseñar la mitad de sus brazos casi consigue que me de un infarto. Alberto empieza a sonreír. 

—¿Estás disfrutando de las vistas? —dice muy pagado de si mismo. 

—Si estuvieras sin camiseta me gustarían más. —le digo sin llegar a pensar realmente lo que ha salido por mi boca. Mi frase consigue sacarle una carcajada. 

—Vamos, que solo me quieres por mi cuerpo. —dice divertido sin desviar la mirada de la carretera.

—Por eso y por lo que te cuelga entre las piernas. —y mentalmente me tapo la boca. ¡Por Dios Emma! ¡Recupera el raciocinio que te estás columpiando!. Alberto se ríe aún más y siento como los colores suben hasta mis mejillas. ¿Pero qué me pasa? ¿Nervios? ¿Ganas contenidas? ¿Una mezcla de todo eso y que me he vuelto loca?.

—Bueno es saberlo. —y me mira un microsegundo para guiñarme un ojo y después volver a centrarse en la carretera.  

Llegamos a un pequeño pueblecito pintoresco que no tendrá más de doscientos habitantes y que traspasamos para coger una carretera secundaria para internarnos más entre el bosque. El trayecto desde el pueblo dura dos minutos y cuando llegamos me sorprendo por lo pequeña, bonita y rústica que es la casa. Tiene un jardín enorme que prácticamente parece que no se acaba nunca porque se junta con la maleza del bosque que le rodea. Hay dos casas más esparcidas por ese lugar, pero bastante lejos y también escondidas en los que más o menos solo se les puede adivinar los tejados. Todo es muy verde y marrón por estar terminando el otoño, y cuando salgo del coche hasta el aire me parece más limpio y frío lejos de todas las fabricas, industrias y el ajetreo de la gran ciudad. 

Me encanta en el mismo momento en el que piso el camino de tierra que lleva hasta la puerta de la casa. Las paredes son de piedras enormes que le dan ese toque antiguo pero reformado. Es de una sola planta y cuadrada, pero tiene un porche decorado con una mesa de cristal con las patas de hierro azules y dos hamacas colocadas estratégicamente para que miren al bosque por el que nosotros venimos. 

Ven Conmigo (2º Trilogía Conmigo) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora