Capitulo 2. ¿Qué será de mí?

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Los siguientes días (o lo que a mí me parece que son) son un ir y venir de imágenes, o más bien, de sonidos. La puerta de mi habitación en el hospital, las voces de los médicos y enfermeros, los pitidos de las máquinas que mantienen mis constantes vitales... Considero todo un logro estar consciente más de 30 segundos, aunque cuando lo hago no tiene mucho sentido, ya que alucino constantemente antes de que los analgésicos me lleven de nuevo. La fuerte luz del techo se filtra a través de mis párpados. A duras penas consigo abrir mis ojos, pero me da lo suficiente para ver una sombra.

-Sus padres han muerto-dice una voz masculina que suena lejana.

-¿Y que haremos ahora? es muy joven aún.-responde otra voz, aparentemente de mujer.

-Esperaremos a la mayoría de edad. Con su hermano haremos lo mismo.

No aguanto más, seguramente habrá sido un sueño, como todos los demás. Me dejo llevar por la oscuridad una vez más.

-¡Muy bien Emma!-me apremiaba mi madre, mientras soltaba la bici. Gabriel está en el patio con papá, que le enseña a jugar al fútbol. Por un momento me despisto y mi bicicleta choca contra una farola, haciéndome caer. Mi madre se acerca rápidamente mientras yo lloro y me agarro la muñeca derecha con la mano izquierda. Mi padre y Gabriel llegan atraídos por mis gritos y mi llanto. Me he roto la muñeca. Mamá me coge en brazos y todos juntos nos vamos en dirección al hospital.

Sobresaltada, abro los ojos, pero la fuerte luz me hace cerrarlos de nuevo. Me acuerdo perfectamente de aquel día. Tenía 5 años y era el día de navidad. Estaba aprendiendo a montar en bicicleta. Salí mal parada, pero mi mayor procupación era mi nueva bici.

En seguida recuerdo mi situación. Estoy en un hospital, aunque no recuerdo por qué. Huele a antiséptico y el único ruido que se escuchan son los pitidos de las máquinas. No puedo mover, en general, ninguna parte de mi cuerpo, a si que, al abrir los ojos, solo veo el luminoso techo blanco. Intento recordar, pero por más vueltas que le doy, no encuentro una respuesta. Poco a poco, voy moviendo los dedos de los pies y las manos, pero al intentar doblar las rodillas un alardido de dolor recorre todo mi cuerpo terminando en mi cabeza, donde se queda permanentemente. La puerta de la habitación se abre lentamente y unos pasos se escuchan. En mi campo de visión aparece la cara de una mujer de edad media, ojos oscuros y pelo castaño.

-Vaya, por fin se ha despertado. Iré a avisar al doctor.

Y sin más, sale tan rápido como ha entrado.

No aparece nadie, empiezo a pensar que esa mujer se ha olvidado de mí. Pero no es así. Al poco tiempo entran dos personas. Cuando alcanzo a verlas, puedo ver que son la chica de antes y el que parece ser mi doctor.

-Buenos días Emma, soy el doctor Harries, te he estado atendiendo durante tu tiempo en coma.

La enfermera se acerca a las máquinas, toca unos botones, quita algunos cables y me sustituye la mascarilla que llevaba por unos tubos de oxígeno que pasan por detrás de mis orejas. Miles de preguntas se agolpan en mi mente, aunque solamente una logra pronunciarse.

-¿Qué me ha pasado?-mi voz sale ronca, seca y baja.

-Tuviste un accidente de coche.-dice, como si evitara la pregunta.

Me aclaro la garganta

-¿Mi familia?

-Siento anunciarle del fallecimiento de sus padres, su hermano se despertó hace unos días, está en perfecto estado.

No. Debo de haber escuchado mal. Esto debe de ser otro sueño. ¿Mis padres? ¿Muertos? ¿Qué será de mi ahora? ¿Y de Gabriel?

Gabriel. Seguro que él ya lo sabe. Un nudo se forma en mi garganta, quiero que todo el peso que siento en el estómago se vaya y la única forma posible es desaparecer. No puedo seguir viviendo sin mis padres. Simplemente, no lo acepto. Mis propios padres, los que siempre han estado ahí, para ayudarme con lo que sea. Las personas que me han cuidado y criados hasta ahora. Estoy muy confundida y desorientada.

-¿Cuanto tiempo llevo en coma?-Digo, con voz apagada, el nudo que siento en la garganta no me permite hablar bien, y la pena me consume.

-2 meses. Hoy es 22 de agosto, las 13.50, concretamente. En el tiempo que le quede aquí le haremos pruebas para comprobarlo todo, en unas semanas podrá irse a casa.

Sin más, sale de la habitación con la enfermera a sus espaldas.

Lloro. Lloro durante horas, hasta que no puedo más y siento que me voy a secar. Cuando me calmo un poco, busco por los laterales de la cama el mando que la controla y consigo incorporarme. Respiro hondo, los tubos me hacen cosquillas en la nariz. Apoyo los pies en el frío suelo y me tambaleo, noto perfectamente la reducción de peso durante estos meses. Con mucho trabajo y arrastrando el suero por delante de mí, consigo llegar al cuarto de baño. Apoyo mi peso sobre las muñecas, que reposan en el borde del lavabo, y me observo. La piel está muy pálida, en comparación a la bronceada que tenía antes. Tengo aspecto enfermizo, mi enmarañado pelo cae como una cascada sobre mi espalda, estoy extremadamente delgada, vestida con una bata blanca. La cara surcada en lágrimas, y los ojos inyectados en sangre. Sin ningún pensamiento, vuelvo a duras penas a la cama, donde me tumbo, cerrando mis ojos y acabando dormida.

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