Amely, es el libro que cuenta la historia de vida de una joven asiática que sobrevive a fuertes sucesos. Todo comienza con la muerte de su madre, pero ¿Cómo terminara?
Anímate a vivir desde cerca esta emocionante historia.
Po...
—Ahí tienes lo que me pediste— dijo Nat dejando caer una carpeta con los datos de YíFán sobre el mesón de la cocina, había ido hasta el loft donde vivía Amely para dejar lo solicitado por esta misma. Se había tardado unos tres días en encontrar la información necesaria, menos de lo que pensaba la asiática.
Observo el alrededor del lugar encontrando cigarros consumidos en el cenicero junto a latas de cervezas bebidas la noche anterior. Un plato sucio en el lavado, un basurero casi vacío y restos de óleo sobre el plástico en el suelo, justo al lado de los pies de Amely quien pintaba un cuadro enorme.
—Eres muy eficiente, Nat... — respondió tardado pues el pincel en su boca no la dejaba hablar con claridad.
La japonesa barrió con la vista aquel arte y a la asiática junto a este a la vez que prendía un cigarrillo que había tomado de su propia cajetilla. —Siempre lo he sido— alardeo enfática y dolida, anteriormente no habían cruzado palabra desde aquel día.
Y claro, Amely lo notaba.
Sonrió volteando hasta ella para cruzar mirada y así recobrar la confianza. —Y me alegro tenerte en mi vida, Nat, en serio —con entusiasmo y aún sucia por la pintura la asiática se acercó y rodeo con los brazos a su ajena quien como pez salido del mar trataba de zafarse de las redes. —Disculpa por ser tan perra— dicho aquello la japonesa dejo de luchar pero sin corresponder el abrazo ni decir palabra alguna hasta que la ajena la liberó y continúo con lo suyo.
Se sentó luego sobré el sofá mirando de frente al gato negro del lugar, Maru, quien también la observaba fijo, intimidado y desafiante, casi podía oler su temor felino. Nat sonrió ante la ternura, aunque su gusto era más por Sam, el perro samoyedo que Amely se había traído desde los campos de Busan; decía que el animal la hacía estar más cerca de sus raíces.
—No abuses de tu suerte, Amely— dijo apagando el cigarrillo sobre el cenicero, pegando un suspiro para luego aclarar la garganta.
La empresaria sabía perfectamente de lo que hablaba.
Se retorció en su lugar observando tranquila como los lazos de pintura se unían con la tela, pero luego sonrió al firmamento, contemplando la ciudad desde la alta ventana de la sala, Gangnam era hermoso en esas fechas.
—Sólo voy a divertirme— respondió, dejando así que el silencio fuera nuevamente parte de aquella extraña y sincera amistad.
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Esa misma noche la empresaria se embarcó en la búsqueda de aquel lugar, un sitio roñoso, con basura sobre la azalea, edificios con pinturas desgastadas y algunas ventanas rotas. Ubicado en el sector sur de Seúl, dónde la mayor parte de los habitantes son ancianos de bajos recursos y familias con problemas.
Miró el papel unas cuantas veces antes de bajar de su motocicleta ya que la dirección del edificio estaba escrito ahí; cuando ya la memorizó bajo del trasporte y camino un poco alejándose del estacionamiento. Llegando a la cuarta calle Amely encontraba un pequeño edificio de tres pisos que tenía una pequeña azotea, la misma en donde vivía el joven.