¿Por qué?

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En el mismo precipicio en el que jugaba bromas a Castiel y conversaba con Nathan, Lucifer esperaba a su hijo. Vista al frente sin voltear ni cuando lo sintió a pocos metros.

- ¿Qué quieres? – Apuró Nathan, había prometido acompañar a su madre en algo.

- Todo se arruino. Estarás rebozando de felicidad, ¿No?

- Me gusta verte sufrir, - Sonrió. – pero no.

- Solo quería agradecerte por arruinar mi vida. – Pronuncio con todo el odio que su interior contenía.

La sonrisa del menor intento mantenerse en pie, pero se desdibujo en una mueca de disgusto. Nathan apretaba sus dientes mientras el cielo tronaba detrás de él. Apretó sus puños y la tierra respondió con una vibración desde lo más profundo.

- ¿Por qué? – Susurro.

Lucifer se extrañó de la pregunta, ignorante a lo que se refería.

- ¡¿POR QUÉ NO ME AMAS?! –

El blanco de los ojos del menor cegaría a cualquier humano. El arcángel retrocedió por puro instinto de supervivencia. Pero pronto los recuerdos le embistieron.

Se vio a sí mismo en esos ojos llenos de furia, de miedo, de confusión. Solo en un lugar desconocido, encerrado en una enorme jaula bajo diez mil cellos y confinado. Cubierto de lágrimas pero gritando de ira. Gritó durante años prisionero en ese lugar. Maldijo a su padre, a sus hermanos y a todo lo que ese ser infame que le encerró había creado. Y le pregunto por qué. Cuál era la razón para ahogarlo para siempre en lo más recóndito de lo creado, olvidándolo para siempre. Él había sido su pequeño hijo, su defensor... Se convirtió en el malo de la historia, el enfermo de la camada, quien contagiaría al resto sino se deshacían de él.

Vio en los ojos llorosos de Nathan su propio yo, más joven e inocente en aquel entonces.

Preparado para ser asesinado en cuanto tocara al menor, se encamino hacia él de todas formas. Nathan se paralizó sin entender lo que pasaba cuando los brazos de su padre le rodearon.

- Nunca dije que no te amara.



Afuera se desataba una tormenta espantosa, y Nathan se había marchado hace muy poco. Castiel podía sentir en su corazón que ese repentino rugir del mundo, era por su hijo. No podía hacer nada desde allí, y se sintió inútil.

Sin embargo, intentaría encontrarlo. Justo antes de que sonara el clic que significaba la apertura de la puerta, Crowley le detuvo.

- Déjalo crecer, bodoque. El chico ya es grande.

- Tiene tres meses, Crowley. – Replicó el ángel.

- ¿Eso es mucho o poco en términos angelicales?

La mirada de Cas le advertía que estaba muy cerca de ser golpeado por toda la fuerza angelical frente a él.

- Solo relájate. – Masajeó sus hombros, pero el más alto no estaba muy convencido. – Toma un baño con sales y todo. Veras que cuando salgas tu bebé estará de vuelta. – Empujó al ángel hacia las escaleras.

Castiel se dejó persuadir y tranquilizo sus instintos maternos un minuto. De todas formas, podría culpar a Crowley si algo le pasaba a su pequeño.

Con el ángel en su lugar, el demonio tomó su celular del bolsillo interior de la gabardina. El tono sonó una y otra vez hasta que fue enviado al contestador.

- Mierda. – Espero con impaciencia el sonido que anuncia que estaba grabando. – Niño, no soy tu padre, pero si no estás aquí para cuando tu madre salga de su maldito baño de sales, me vas a conocer enojado. ¡Y más te vale tener una explicación razonable para desaparecerte y hacer todo ese show! – Suspiro. – No hables con extraños y pórtate bien con los humanos, pequeño. – Cortó.

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