XXVII

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La prueba del delito.

        No sé qué es peor, 1) el no poder preguntarle a mi hermano quién es Arthur porque cayó dormido en cuanto pronunció ese nombre, o 2) el que mi hermano permanezca empapado bajo la lluvia y que no parezca importarle en lo más mínimo.

Al momento en el que me arrodillo para tratar de levantarlo, el saco de huesos de un metro setenta y ocho, músculos y numerosas empanadas consumidas que representa, vuelven imposible la tarea. En vista de eso, gruño por lo bajo y utilizo sus tobillos como agarre para arrastrarlo camino adentro de la biblioteca.

—Oieee, nena, ¿te... han dicho alguna vez que tienes moooochas curvaaas y yo ando sin frenos? —elogia con una mirada lujuriosa que jamás pensé ver en sus ojos. "Acariciando" una botella de vodka que se encontró en el suelo al momento en que logré despertarlo.

Si, yo casi dejo la columna vertebral tirada en el suelo por arrastrarlo a un lugar seco y acogedor, y él se encarga de coquetearle a una botella de curvas pronunciadas.

Dato curioso: mi hermano es capaz de coquetearle hasta a una escoba con falda cuando está alcoholizado.

Su coqueteo sale a flote en los peores momentos. Créanlo.

—Shhhh. Piciosa, tú y yo sabemos que el señor ron añejado no es mejor que yo... ah, caray. No siento mi cara... —observa, con una mano sosteniendo la «piciosa botella curvilínea» contra su pecho y la otra tanteando su cara—. ¿Es... normal? No siento mi cara...

—¿Por qué será? No es posible que el haberte atragantado a punta de tequila tenga algo que ver —ironizo. Cargando como puedo a mi hermano, de mala gana cabe resaltar.

—Noto un aura negativa por aquí —reflexiona con los ojos cerrados y su mano libre moviéndose en círculos frente a mi rostro.

Ruedo los ojos y trato de contener el impulso de golpearlo, pero recuerdo que puedo hacer algo mejor. Lo suelto sin avisar, dejando caer su espalda contra el suelo con brusquedad. No tiene que nada que ver su comportamiento, es que el muchacho es pesado... bueno, vale. Lo admito, puede que si tenga un poquito que ver con su ebriedad. Demándenme.

—A este paso seré parte del grupo de invertebrados —murmuro más para mis adentros que para alguien más.

—Her... manita, ¿sabes qué es chimbo? —interroga de forma retórica dejando que una amplia sonrisa se adueñe de su habitual fruncido rostro—. Que de todas las personas que hay aquí, ninguna te preguntó.

Y así sin previo aviso rompe en carcajadas, a causa de su propio comentario. Y eso no es lo peor, lo peor es que, como si no fuese suficiente el juego sucio que usa contra mi deficiente paciencia; en medio segundo, sin mentira alguna, vuelve a caer rendido.

—¡Aleja a ese engendro de mí! —grita con los ojos cerrados, sumido en un sueño, al parecer, no tan de su agrado—. ¡No quiero a esa cabra cerca...!

Otro dato curioso: Santiago le tiene pavor a las cabras. Desde pequeño desarrolló cierto trauma hacia esos animales.

—¡Cero cabras! ¡Nada de cabras! ¡Quita! ¡Chsss! —lanza manotazos a diestra y siniestra.

El recuento de los daños:

Mi hermano no se encuentra en su mejores fachas y, dista mucho de  poseer las riendas de sus facultades. Sin dejar de mencionar que pronuncia incoherencias, y en cada dos por tres se queda dormido.

El mar de su sonrisa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora